12 de noviembre de 2005

Intimidad


Uno se imagina a un escritor cuya vida ha estado sistemáticamente sometida a la lupa desesperada de sus lectores. Uno recuerda tantas páginas repletas de episodios biográficos vagamente sórdidos, lacónicos, después de todo comunes. Episodios que recuerdan las más desoladas fantasías de fracaso y pérdida que, alguna noche, uno soñó en la habitación de un hotel lejano, en una habitación extraña que de tanto en tanto se ilumina por las luces altas que pasan por la carretera. Una habitación con mesas de fórmica, con recipientes de aluminio y vasos cubiertos por plásticos estériles donde se estuvo solo. Uno, en resumen, aprende a vivir con ese sentido vagamente sádico que implica oscultar el corazón de alguien que ha dejado una nota escrita a mano sobre un trozo de papel y ya está muerto. Entonces uno descubre un cuento que, quizá, se mofa de todas esas pequeñas distracciones menores y piensa en paradojas, en otras habitaciones que nunca conoció y no conocerá. En un estudio donde cierta vez alguien imaginó una emoción precisa, escrita para el futuro. Entonces uno sonríe, levemente, pero sonríe, como quien le hace frente al fantasma de Raymond Carver y su cuento, Intimidad. Entonces uno va y lee. Sigue leyendo.