11 de diciembre de 2005

Reflexionen aus dem beschädigten Leben


Justo ese era el subtítulo de un libro de Theodor W. Adorno, fechado en 1951: Minima Moralia -- Reflexiones de la vida deteriorada. Allí, como en otros futuros lugares, T. Adorno dejaría constancia de esa idea que recorrió, con dolor, con malestar, una parte importante de la Alemania de postguerra: el imposible de escribir poesía después de Auschwitz.

Decía Adorno:

Escribir un poema después de Auschwitz es un acto de barbarie, y eso mismo impide darse cuenta de por qué se ha hecho imposible escribir poesía después de Auschwitz.

En un lúcido ensayo de 1990, Günter Grass hace una detallada reflexión sobre el impacto que la idea condensada por Adorno después de la guerra tuvo para una generación que, como él, apenas comenzaba a recorrer el camino de la literatura.

Dice:

Se había acabado, pues, el delicado intimismo. Adiós a las floridas e hinchadas metáforas de genitivio, adiós a las ambientaciones indefinidas a lo Rilke y al esmerado tono literario camerístico. La ascesis significaba desconfianza hacia las musiquillas, hacia las intemporalidades líricas de los místicos de la naturaleza que se dedicaban a cuidar sus jardincillos en los años cincuenta y --con rima o sin ella, con sentido o sin él-- proporcionaban a los libros de texto escolares la coartada idónea para mantener la neutralidad. Pero la ascesis signficaba también definir la posición de uno mismo. Ese fue más o menos el momento en el que tomé partido, en el que, durante la virulenta disputa entre Sartre y Camus, me decidí por Sísifo, el que hace rodar interminablemente la piedra.

Hoy, a tantos años de distancia, uno tienen la tentación de preguntarse, ¿Qué cosas nos deja Auschwitz, Treblinka, Sobibór?

Me gustaría pensar que la respuesta es múltiple. Me gustaría pensar que uno de los caminos que nos devela es, puede ser, una lección mínima para este principio de siglo XXI donde tantos sueños caducos de la mordernidad intentan revivir: la racionalidad de un sistema político puede ser el preámbulo del horror. O dicho de otra forma: la aparente bondad de los sistemas políticos y sociales no los protege en sí mismos, de la inequidad del poder, del desmesurado costo que puede ocasionar a los grupos humanos que esa racionalidad etiquete de enemigos.

Comprender esa lección del siglo XX no termina por ser, sin embargo, algo del todo tranquilizador. No nos salva. De tanto en tanto llegan noticias de grupos adolescentes que, adormilados por la estupidez, son capaces de reclamar el cínico "espacio vital" que alimentó el delirio hitleriano. O revisiones desprovista de todo contexto en el que peligrosos racionalistas, fanáticos de la historia, intentan disminuir la magnitud del horror de los campos de concentración en estadísticas que recuerdan una lección de mal cálculo algebráico, como es el caso de este ejemplo paranoide .

Por eso, es preciso considerar que Auscwitz, Treblinka, Sobibór nos dicen algo más: El horror pasa de moda. Pero vuelve.

Es allí, precisamente, donde pareciese que tiene algún sentido recordar a Sísifo, donde comprender el tormento de la piedra, del esfuerzo, de la pérdida y, luego, el nuevo esfuerzo, se convierte en una hermosa metáfora para algo que (no sin pudor) uno quizá podría llamar un imperativo ético.