Es que son juguetones
Estoy en un ángulo de la sala de una casa amplia, espaciosa, junto a un ventanal, intentando fumar un cigarrillo. Miro una pared repleta de una serie de óleos expresionistas que, calculo, deben tener más de cincuenta años allí. Detallo el gesto de una lámpara de pie, escruto con curiosidad el vestigio de un antiguo equipo de música RCA Victor que aún conserva, intacta, su aguja de LP 45. De tanto en tanto, el movimiento de una mujer hermosa hace que mi mirada viaje hasta ella, se fije en un gesto, un ademán de piel sinuosa. El resto del tiempo me dedico a apoyarme del ventanal, pensar en cosas menudas, mirar los cubos de hielo que se derriten en mi vaso de whisky.
Estoy en eso cuando alguien me palmea en el hombro. Es Chico Müller. Hace ya un rato que le vi reunido en algún otro grupo, evolucionando en amplios movimientos de contorsionista, simulando lo que, desde lejos, parece el desplazamiento de una pesada máquina de carga (trabaja en ciertos asuntos de terrenos). Noto que está flaco, envejecido. Noto, casi sin quererlo, que un flanco de su saco azul pálido se ha quemado por una colilla de cigarrillo. Me sonríe con sus grandes dientes de conejo. Me pide un cigarrillo. Le ayudo a encenderlo.
Gracias viejo, me dice, con otra palmada. (Chico Müller tiene, debe tener, treinta años más que yo. Chico Müller debió ser ya un hombre adulto cuando yo nací. Entonces era próspero, según entiendo. Tenía una esposa, dos hijos, una carrera brillante. Eso, ahora, es sólo un vestigio. De tanto en tanto pide algo de dinero prestado. No mucho, cuestión de alquileres, de aventuras galantes, cosas así).
--¿Qué más?¿Qué me cuentas, viejo? --pregunta, siempre sonriente, solícito.
Pienso, por un instante, que no me interesa conversar con Chico Müller. Conozco su temperamento colérico. Comprendo que Chico Müller es un personaje que padece de un sentido irritante de la digresión, de las acciones rápidas y completamente fútiles. Le digo que estoy bien. Le devuelvo la pregunta. Su rostro se ilumina. Más que bien, viejito, me dice, dándole una calada larga al cigarrillo. Pienso que debe aludir a los negocios recientes. Tengo noticias de ello: algún pez gordo del gobierno bolivariano le ha ofrecido el dudoso beneficio de fungir como su testaferro. Cuestión de firmas, trámites notariales, reuniones periódicas con pequeñas cooperativas de personajes entusiastas como él. Apenas un mordida dentro de una torta inmensa que él jamás conocerá, a la que no será invitado. Aún así, parece satisfecho. Me comenta que compró un carro de segunda mano. La pintura está un poquito descascarada, me explica, pero el motor es el de un Ferrari. Lo dice satisfecho, sin dejar nunca de sonreir.
A lo lejos, un grupo habla en voz alta de cierto acontecimiento con un niño de la calle. Es un tema que Chico Müller detesta. Le fastidia que todo el mundo le recuerde lo que, de todos modos, él sabe: el teniente coronel Chávez prometió quitarse el nombre si en Caracas quedaba un niño de la calle. Ahora hay más, según parece. Niños de la calle, saltimbanquis. Chico Müller sonríe, con un gesto de perdonavidas.
--No soporto a esos escuálidos --me dice, en voz baja--. No quieren ver la verdad. Yo participo en un comité que se reúne con esos niños. Son muy inteligentes. No son niños de la calle, en realidad. Son niños que piden para poder jugar en los cybercafés. Les gusta.
Lo miro. Cuesta imaginar que alguien pueda decir algo así. Chico Müller lo dice. Y lo dice en serio. Pienso que entre las pocas cosas que me interesan en ese momento se encuentra, sobre todo, profundizar en el razonamiento delirante de Chico Müller. Me permito, en todo caso, un chiste fácil.
--Esa vaina también es culpa del Imperialismo --digo, sonriente.
Chico Müller asiente. Lo hace con seriedad, con genuina concentración.
--Es lo que yo digo. Esas son vainas de la CIA. Nos quieren tener así, contralados, sometidos. Tan lindo que son los juegos tradicionales, ponte tú a ver: la perinola, el trompo. Juegos bonitos, educativos. Ah no, pero la CIA intenta someternos con esas vainas. Además en inglés, fíjate tú. El lenguaje de la dominación, de Bush.
Es duro, pero es así: me cuesta creer que hable en serio. Pero sí, habla en serio. Habla absolutamente en serio. Chico Müller está convencido. Lo miro con afecto. No es un mal tipo. Es un fanático. Quizá un imbécil, pero no un mal tipo.
--No sabría decirte, Chico Müller. Yo crecí jugando ATARI --le digo, con una palmadita.
Al hacerlo, no puedo dejar de notar cómo salta al aire una densa nubecilla de caspa desde sus hombreras azul pálido.
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