7 de enero de 2006

Pinto y me voy (1)


Deroy Murdock es articulista. También es un habitante de Nueva York algo desesperado: ve, con indignación, el modo como MSN y otras compañías inician una campaña que, por llamarla de algun manera, podría calificarse como una apología al graffiti.

Murdock ve todo eso con mal humor. Vive en un vecindario de Manhattan's East Village. Pasa todos los días frente a la fachada de un viejo edificio en el que una pareja writers perseverantes ha dejado impreso su tag, una y otra vez, con la intensidad del desespero. Ha llegado a una conclusión más o menos predecible en mitad de ese péndulo que nunca deja de girar: los writers (como ellos dan en llamarse) o graffiteros (como le llamamos los demás), son vándalos. Sugiere tácitamente una medida de fuerza, aunque esas medidas de fuerza están amparadas en ondulados eufemismos de legalidad y reeducación.

He leído por allí que una nueva legislación newyorkina quizá le dará una pálida luz a su ilusión: cualquier persona que transite por las calles de la ciudad con una lata de spray podrá ser sometida a juicio y condenada penalmente. (Es, después de todo, una aplicación indirecta de esa filosofía policial de los noventa: la mano dura con los delitos más pequeños previene los delitos mayores).

A tantos kilómetros de distancia uno puede comprender, en parte, el fastidio del ciudadano común: no debe ser grato amanecer con un tag pintado en la fachada de tu casa. No tiene gracia descubrir que, por lo visto, Toto ama desesperadamente a La Gata y su amor requiere una pared de poco más de cinco metros de confesión.

La discusión se hace un poco más compleja y humana si se piensa que, en todo caso, un porcentaje importante de esos supuestos vándalos (al menos en ciudades como Nueva York), suelen ser jóvenes golpeados por la exclusión social, la falta de oportunidades, el anonimato vital. Adolescentes para quien un tag sobre la fachada de un edificio no remite necesariamente a un gesto que afea la ciudad, pues la ciudad que conocen está de espaldas a cualquier estética benévola.

Lo dice Omar, en un hermoso ensayo publicado justo aquí:

How many people can walk through a city and prove they were there? It's a sign I was here. My hand made this mark. I'm fucking alive! " OMAR, NEW YORK (Walsh 34-35).

Y, luego, esta otra frase de BRIM:

People will never really understand what graffiti is unless they go to New York to live surrounded by abandoned buildings and cars that are burnt and stripped and the city comes out saying graffiti is terrible, but then you look around the neighbourhood and you've got all this rubble & shit, and yet you come out of there with the attitude toward life that you can create something positive" BRIM (Chalfant & Prigoff 17)

No es preciso ser un adivinador para comprender qué pasará con las nuevas medidas policiales: uno que otro writer desprevenido irá a prisión. Al salir, tomará su lata de spray y pintará, de nuevo, su tag. Quizá un nuevo tag: el que le mostró el período de reclusión.

El mundo es un lugar arduo. Cada quien, a su manera, busca la forma de tener una voz.