4 de febrero de 2006

Un nabopoem


La hallé en una tierra legendaria
Toda rocas y espliego y dispersa hierba,
Donde estaba posada sobre arena empapada
Vecina al torrente de un desfiladero.

Los rasgos que combina la señalan como nueva
ante la ciencia: forma y tono –el tinte tan singular,
consaguíneo de la luz de la luna, que atempera su azul,
La parte inferior deslustrada, la franja taraceada.

Han aislado mis agujas su sexo esculpido;
los tejidos corroídos no pudieron ya ocultar
esa mota inapreciable que ahora riza la lágrima
convexa y límpida sobre un portaobjetos iluminado.

Se gira un tornillo lentamente; y saliendo de la bruma
dos amparados garfios se inclinan simétricamente,
o escamas cual raquetas de amatista
atraviesan el círculo encantado del microscopio.

Yo la hallé y yo le di nombre, al ser versado
en el latín taxonómico; me convertí de ese modo
en padrino de un insecto y su primer
definidor: otra fama ya no quiero.

Desplegada en su alfiler (dormida profundamente),
a salvo de los parientes y la corrosión reptantes,
en la aislada fortaleza donde conversamos
los prototipos de especies ella trascenderá a su polvo.

Oscuros cuadros, tronos, las piedras que los peregrinos besan,
poemas que en morir tardan mil años,
tan sólo remedan la inmortalidad
de esta roja etiqueta sobre una tenue mariposa.



Vladimir Nabokov, Un descubrimiento, 1943.
Traducción: Javier Marías, creo.