18 de marzo de 2006

Nostalgias

Los textos permanecen. Pero el recorrido de nuestra mirada sobre ellos cambia, muta, mejora, se empobrece. Hubo una época, hace años, en la que leí Rayuela (que, por cierto, puede encontrarse íntegramente en internet gracias al Proyecto Rayuel-o-matic) con el mismo impulso febril de un amante adolescente, torpe, desenfrenado, pero también un poco iluminado.

Esta semana, en una conversación en la que no tenía por qué venir a cuento, alguien me hablaba con entusiasmo de un capítulo de la novela. Noté que podía recordar de memoria las primeras tres líneas, pero no podía recordar qué capítulo era. El 5, el 6, el 7?

Puesto que tenía algunos otros problemas más apremiantes que afrontar (afrontar es una palabra horrible, dicho sea de paso) es apenas hoy que puedo darme una vuelta por la biblioteca, encontrar la novela, develar la incógnita. Era, naturalmente, el 7. Lo leo, y siento, de pasada, que lo estoy leyendo como quien lee una antigua carta de amor. Me hace recordar que, después de todo, toda lectura es un modesto, un íntimo ejercicio de autobiografía. El capítulo es este:

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano en tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancias oscuras. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.