26 de marzo de 2006

Solitarias batallas humanas


Siempre me ha gustado pensar que las victoras decisivas son victorias pequeñas, diminutos gestos anónimos, explosiones íntimas, privadas, casi secretas. Siempre me ha gustado pensar que las utopías tienen sentido en la medida en que somos leales con nuestras propias creencias, en la medida en que podemos actuar ante un mundo en el que creemos, aunque ese mundo no esté allí, aunque ese mundo sea la ficción de un deseo, de un sueño.

Sospecho que es por eso que siempre me han aburrido los líderes carismáticos y efectistas, los prestigitadores de la felicidad automática, los entusiastas del decreto. Sospecho que es también por ese motivo que admiro sinceramente a las personas que han tenido la valentía de ser leales a sí mismas, sin esperar ninguna otra retribución para ello que la serenidad de su propia consciencia.

Hoy leo en El Nacional (ese periódico tan poco estimado por quienes sólo parecen tolerar una prensa que acompañe, con el ritmo de una comparsa militar, el delirio de nuestro principal declamador nacional: un teniente coronel narciso y obeso), un artículo escrito por Tomás Eloy Martínez.

Se titula "La batalla de un hombre solo", y cuenta la historia del editor Boris Spivacow ante la arbitrariedad, ante la estupidez del gobierno de la dictadura argentina. Pero también cuenta, de pasada, la historia de quienes no siempre logran estar a la altura del heorísmo que significa ser leal a los propios principios.

En un lugar del artículo, se lee:

En aquellos tiempos enloquecidos, los escritores que vivíamos fuera de la Argentina no entendíamos muy bien cómo Spivacow y otros intelectuales podían pensar y expresarse sin que los destrozara la violencia de las mordazas oficiales. Después de que el régimen desencadenó el apoyo incondicional de muchas inteligencias que parecían independientes durante las semanas en que la Argentina ganó la Copa Mundial de Fútbol, en 1978, terminamos por admitir que las únicas estrategias legítimas para oponerse a la barbarie sin exponer la vida eran callarse la boca o aludir de soslayo a la realidad, como había dictaminado Borges en sus elogios a la censura durante el primer peronismo.

Spivacow no lo creía así y, a fines de 1978, cuando más tinieblas asomaban en el horizonte, dio la única lección de dignidad y resistencia a que se haya arriesgado alguien cuyas espaldas no estaban cubiertas por otro escudo que el de su optimismo.

Así sigue.

Buscando en internet lo he conseguido en un blog costarricense. Pulsando aquí puede leerse el texto completo.

Vale la pena, literalmente. Vale el orgullo de lo humano para lo que hasta ahora ha sido (al menos para mí), una silenciosa y cálida mañana de domingo donde clocks, de coldplay, suena una y otra vez en mis audífonos, musicalizando esa cosa brillante y rara que miro allá afuera y que, quisiera pensar, se trata llanamente del mundo, girando en su sordidez, en su belleza, en su delirio, repleto de sus pequeñas y decisivas historias.