28 de mayo de 2006

Fastidios Heróicos

Tenía días preguntándome si valía o no la pena componer un post sobre los ejercicios de guerra asimétrica que ejecutó nuestros ejército invencible en los arenales de Coro. Mientras me decidía, guardé algunas fotos de muchachitos con chancleticas de mala goma y franelitas rotas que corrían, entusiastas, junto a esos paquidermos de cartón que son los tanques de guerra del ejército neolibertario y, sobre todo, neopersonalizado. Fotos donde unos adolescentes flacos, desolados, gritaban vítores entre cauchos quemados y estallidos de triquitraquis con el mismo furor de quien tiene, al fin, un día de fiesta. La imagen de un soldadito de mirada asustada, vagamente estúpida, al asecho de un misil en el cielo diáfano al que nadie le explicó que ver ese misil es como ver la bala que recorre una trayectoria fatídica hasta tu propia frente. En fin, una larga fila de corajudos, de incautos que creen tener un sentido preciso, un propósito en la vida, una convicción del tamaño de una cartografía tramposa a la que se le puede llamar patria. Guardé, también, como con desgano, dos o tres artículos leídos a la carrera. Lo guardé todo como quien colecciona piedras de río. Supongo que era porque, después de todo, de antemano sabía la respuesta: hablar de eso vale poco, en caso de valer algo.

La adolescencia, como el alcohol, es hilarante, proclive al fanatismo. Por eso, desde que salí de ella me he tenido que corregir un montón de veces a mí mismo. Entre las convicciones que conservo existe una que, sin embargo, no ha variado un ápice. Esta: todo militarismo es estúpido.

La adultez me ha dado otra: todo militarismo es una versión activa de ese recorte de ideas difusas y talentos irregulares que, a falta de otro nombre, llamamos fascismo.

Se trata, con todo, de ese tipo de visiones con las que debemos vivir al margen de la historia, al margen del desarrollo de los acontecimientos. A la manera de los judíos españoles en tiempos de Inquisición. A la manera de los pocos alemanes que vieron en Hitler a un estúpido, un bárbaro y un imbécil. A la manera de los franceses que permanecieron en silencio durante la ocupación.

Pero vale poco. La beligerancia se lleva mal con las palabras. A veces, hasta le dispara. El fanatismo heróico tolera mal una conversación reposada, el matiz de una idea, la complejidad sobrecogedora del mundo. El fanatismo heróico le huye, pero esa huída suele ser hacia adelante. Precisa del coraje, de la convicción. Precisa de una emoción magnífica y esquemática que mantenga al margen su principal amenaza: la idea de que, después todo, todo gesto heróico es un gesto estúpido.

De poco o nada vale la pena tramar recursos contra las pequeñas guerras infames. Qué puede decirse, por ejemplo, ante un teniente coronel que grita, incendiario, que una invasión a Cuba será una invasión donde también se derramará sangre venezolana. Sólo una pequeña frase de sentido común ante el soldadito que te encuentras en la calle, bañado de flores, exaltado por el sonido monótono de una banda militar que suena, triste, en la distancia: chamo, no vayas.

Por eso pienso que decir algo sobre las prácticas de guerra asimétrica es, en todo caso, de un ejercicio extenuante. Un ejercicio vano. A final de cuentas, no estamos amenazados por una invasión. Estamos viviendo una invasión. El ejercicio preparatorio a la invasión es la invasión. El ejercicio de guerra es, en sí mismo, el mismo gesto absurdo y suicida de la propia guerra.

Como por no dejar, como quien gasta unos cuantos minutos de un domingo en el pequeño gesto atlético de ejercitar los dedos sobre un teclado, aquí va un párrafo tomado del blog de Santiago Roncagliolo. O de la ofina de prensa de Santiago Roncagliolo. Da lo mismo. Es este:

Los seres humanos terminamos por acostumbrarnos a cualquier cosa. No somos muy afectos a ser héroes. Luego, cuando los asesinos son derrotados, nadie recuerda haberlos apoyado. Pero mientras tanto, respondemos con evasivas, hacemos el concurso de quién dice más rápido las palabras obligatorias y tratamos de ocuparnos de nuestra esposa y nuestros hijos, como los periodistas del periódico en que yo trabajaba. Terminamos por ser cómplices de las barbaridades pero ni siquiera tenemos el valor de asumirlo. Mientras tanto, los valientes, los que están dispuestos a matar y morir por lo que creen, son precisamente los asesinos. En los conflictos violentos, los más crueles terminan por considerarse moralmente superiores.

Me dan miedo los héroes. Espero nunca vivir en un país que los necesite.


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