Barón Rojo
Y entonces eso. Entonces uno tiene semanas archivando el link a un patético videoclip de Lordi, Would you love a monsterman?, una cancioncita de inspiración ochentosa, sensiblera, pero que aún así ha sido el disparador de un recuerdo que quizá pueda estar enterrado en algún territorio dormido de principios de los noventa. Un recuerdo que abre una ventana a toda una época, todo un estado anímico, una reacción en cadena. El recuerdo, creo, comienza en la habitación de mi amigo Toto, un cuarto repleto de señales de tránsito robadas (flechas de cruce, signos de sobrealto, incluso un bastón amarillo de cemento que, alguna vez, debió servir de indicador en algún estacionamiento), un mediodía de algún mes del tiempo de lluvias, con otros compañeros. Recuerdo el motivo de ese encuentro: Toto era el líder natural de nuestro grupo. Un tipo enérgico, de mandíbula quebrada y, al mismo tiempo, sereno y comprensivo. Como todo líder natural Toto escondía conocimientos, valiosos secretos que el resto de nosotros no conocíamos. Esa vez nos mostraba uno: Obstinato, el que entonces era el disco más reciente de Barón Rojo. Una secuencia de melodías estridentes sin las cuales, insinuaba, no podía dormir; el recuerdo me lleva, luego, a las tardes en las que, conversando con Jessica Smith (una mezcla explosiva entre un padre escocés y una madre nacida en el alto Apure) escuché por primera vez la versión más primorosa sobre Justine o los infortunios de la virtud de Sade; de las veces en las que me escapé de clases para sentarme a leer poesía en una plaza que aún existe, pero que no es ni la sombra de un universo de árboles, de palomas, de frío. Escucho la canción y, recuerdo, por diferencia, las veces que mis amigos del colegio cantaban las canciones de moda en plazas que los años llenó de basura y aridez; de las vez que fuimos de excursión y alguien (no podría recordar quién) hizo colocar un cassette con canciones de Silvio Rodríguez; o de la vez que, en otra excursión, acabé encontrándome con los labios húmedos, palpitantes, de una adolescente silenciosa y desesperadamente inteligente que, semanas después, se excusaba después de una conversación telefónica en la que estaba muy cerca de su mamá, diciendo, oye, disculpa que estaba tan lacónica y, entonces, yo tuve que colgar el teléfono y consultar un diccionario junto a un balcón donde caía el sol pesado de las tardes de agosto. Era un tiempo donde leía libros de poesía melosa y empedernida que el pudor casi no me permite recordar, un tiempo donde de un modo íntimo, de un modo que se resistía a las palabras, comprendía que la estética era la denotación más sutil de toda ética. Un tiempo donde la lluvia era una oportunidad, una alegría, en tanto el mundo estaba repleto de adolescentes tetonas e histéricas con las que de tanto en tanto se iniciaba un juego de simulaciones que no terminaba en ninguna cama. El recuerdo es eso, sin serlo del todo. Es el eco de un tiempo que pasó. El fantasma de una serie de ingenuidades que se repetían en una cuidad amplia, plana, una ciudad repleta de árboles, unas calles por las que uno podía caminar repleto de la única cosa que nos pertenecía, de ese latido sorprendido que era descubrir el mundo, que era la esperanza. Veo ese videoclip de Lordi, irremediablemente pavoso, veo el maquillaje kitsch de unos monstruos que no asustan, que no aterran y entonces pienso que descubrir el mundo es siempre un gesto que significa un salto más allá de la barrera del miedo, un optimismo que, con los años, va dando paso a un inventario leve y casi tierno de infortunios. Escucho esa canción y pienso en los gestos paródicos. Pienso en la manera agridulce como el presente nos invita a mirar el pasado. En la cálida ternura que guarda tras de sí toda nostalgia. Escucho la canción y pienso que, a su manera, el afán por Barón Rojo del pana Toto fue siempre la manifestación de unos fantasmas definidos, de una violencia privada. La ruptura de su familia, de su mundo, el saber que estaba a punto de quedar sin casa, el descubrir que su papá estaba metido en unos líos de deudas, mujeres, familias paralelas. Escucho la ingenuidad de un monstruo que pregunta si alguien le podría querer y pienso que, después de todo, llegó un tiempo en el que no hubo más Justine para Jessica Smith, quien años después, convertida en ferviente defensora del preservativo, habría de proponerme un revolcón, cuando ya era madre de una niña rubia como ella y recién comenzaba a recuperarse de una enfermedad venérea. Pienso en el modo como el silencio de aquella otra antigua adolescente lacónica quedó lejos de la dictadura familiar, de ese huerto cerrado en el que ocurría su vida la vez en la que, años después, pasó casi toda una noche metida en una cama junto a mí porque estaba sola y era diciembre y los dos éramos, entonces, las dos únicas personas que quedaban en mitad de la madrugada. Escucho la canción y pienso, con ternura, en el diminuto inventario de cosas gastadas: un recorrido minucioso por algo que se repite una y otra vez, pues a su manera, es también una las versiones del mundo. No más barones rojos, rabiosos, superfluos, ingenuos. Escucho a Lordi, miro a esos ejecutantes de la remota laponia, y entonces comprendo que el pana Toto no fue jamás el más fuerte, el más intenso, como tantas veces pensé al ver sus discos de comegato que jamás llegaron a gustarme, al mirar sus fotos de conciertos imposibles repletos de corderos y rituales sangrientos que, en el fondo, siempre me parecieron meros gestos efectistas y cursis. Comprendo, al ver a Lordi, al visitar esos recuerdos, que el pana Toto apenas si intentaba que la estridencia de la música silenciara un terror más íntimo, un terror de acontecimientos habituales. Eso es, quizá, lo único que lamento de no haber comprendido. Aún así, cómo diablos podríamos saberlo entonces. Éramos adolescentes, recién comenzaba todo. Cuando uno sabe esas cosas es porque ya se volvió un adulto. Es porque el tiempo ya ha pasado, se ha ido, un poco a la manera de un Manfred von Richtofen que se estrella contra el peso del aire.
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