6 de junio de 2006

Cocodrilia

Para vivir en un país en el que día a día construimos un inmenso barril de pólvora administrado por piromaniacos creo ser, realmente, un tipo afortunado. Mi fortuna refiere, ante todo, a ciertos beneficios inmateriales, a determinados arreglos que van, digamos, de unos cuantos lugares donde existe algo que se parece demasiado a la paz, al hogar, a ciertas tardes donde el atardecer es una llama desesperada, a determinados olores, a uno que otro momento en el que tengo a mi lado las compañías que quiero, a uno que otro email conmovedor, a una proporción entrañable de rostros, de miradas, a ciertas páginas a las que de tanto en tanto vuelvo en silencio. A ciertas precisas esperanzas que me acompañan desde hace años.

Esa fastidiosa pirotecnia de los salvadores, esa retreta militar de los elegidos, ese experimento de mala prosa demagógica que es el gobierno neobolivariano me resulta, después de todo, un eco molesto, pertinaz. Pero también es un eco que no logra apagar mi interés por la vida y sus significados. Que no logra oscurecer el inmenso agradecimiento de poder estar en este mundo y vivir sus cálidas sorpresas.

No tengo nada en contra de aquellos para quienes un militar obsceno, fastidioso, manipulador y autoritario representa una de las mejores cosas que les podría pasar en sus existencias. Allá ellos: siempre he tenido poco interés por los mítines y la novela picaresca. No es mi problema. De hecho, casi puedo simpatizar con las ilusiones de aquellos para quienes una revolución falsa es una estrella de cartón (pero una estrella, después de todo) en mitad de unas vida donde siempre se ha estado excluido los beneficios de un estado que casi siempre ha sido rico, de aquellos para quienes una promesa falsa vale algo, pues después de todo esa falsedad es lo más cercano a algún tipo de esperanza.

Contra quienes sí tengo algo es contra quienes se valen de una mala literatura demagógica para ganar ese breve trofeo mezquino de ser los nuevos amos, los nuevos terratenientes, los nuevos ricos. Contra quien generalmente suelo tener algo es contra todo aquél que detenta el poder y saca de él sus propios beneficios en el nombre abstracto de un pueblo que, después de todo, apenas si suele ser el reflejo de él mismo en el espejo.

Conozco a mucha gente a quienes la acción de los personajes del neopopulismo chavista les ha producido daños duraderos. Pienso en aquellos vecinos cuya hija murió sin recibir un apoyo económico del estado neobolivariano por el delito de tener unos padres que firmaron para solicitar un referéndum revocatorio contra el teniente coronel iluminado. Pienso en aquella otra mujer que quedó sin trabajo por el mismo motivo. Pienso en la Señora Maritza Ron, asesinada por un grupete de boinas rojas después del revocatorio. En Keyla, la adolescente que también murió en la plaza Altamira después de los disparos de un loco para quien la televisión venezolana era algo terrible y conspirativo: como si esa pudiese ser una idea nueva. En los simpatizantes del chavismo que también han muerto y cuyos asesinos son, todavía, un nombre desconocido, pues a final de cuentas el estado está para algo más importante que hacer justicia: está para mantenerse hasta donde sea posible. Pienso en las personas que aprecio que han perdido sus trabajos por reducciones de personal, por mudanzas de ese pájaro nervioso y migratorio que es el capital privado. En los muchos que se han ido. Pienso, además, en esa minoría de cuatro o cinco millones y tanto de ciudadanos que votaron a favor de la revocatoria del mandato del teniente coronel Chávez y que, desde el mismo centro del estado, son calificados con la noción peyorativa de escuálidos, como si el sólo hecho de adversar a un militar obeso y bocazas pudiese ser un equivalente al delito de traición a la patria.

Todas esas cosas me han alentado, una que otra vez, a componer un post donde pueda dejar el susurro de una voz. El vago, el casi desencantado intento de soltar una botella a un mar con una nota que dice algo sobre el dolor, sobre la tristeza, sobre la indignación.

Aún así, hablar sobre eso implica, necesariamente, el gesto de tragar duro, el gesto de saber que apenas si se acomete una nota de incomodidad en un pergamino mucho más intrincado, pues ese objeto redondo y mezquino que llamamos mundo tiene ya, de por sí, muchas otras tragedias de qué ocuparse. La filotiranía es una pasión humana. De poco vale que cuentes tu tragedia. Cuesta llegar al megáfono. La cola es larga.

Después de todo, la única esperanza ante el absurdo de un grupo de poder es su inevitable caducidad. La más triste posibilidad ante un mal gobierno es la dura realidad de saber que el siguiente siempre podría ser peor.

Pienso que es por eso que decir todas estas cosas es hablar de algo que, en el fondo, se impone desde afuera, desde el mundo, desde el calor de la calle, desde el fastidio. Hablar de estas cosas es hablar de algo que, después de todo, tiene poco o nada que ver con el propósito de estas argonáuticas. Un blog que, como indica su descripción, es una bitácora de literatura, de imagen, de internet (sea lo que sea lo que esto último signifique).

Allí, precisamente, es cuando uno se topa con un dilema. Este: ¿tendrá algún sentido desvirtuar un espacio que intenta ser grato, que intenta ser sereno, en beneficio de comentarios que, después de todo, ya han sido dichos? Y su contraparte, su contra-argumento: ¿tiene sentido guardar silencio cuando vives en un lugar donde tu silencio es, al mismo tiempo, un gesto esperado por quien controla el poder?

Durante las manifestaciones de 2002 alguna vez vi por televisión a un militar de barriga prominente y de patillas inmensas como chuletas intentado negociar con una manifestación en nombre de ese fantasma difuso y obsecuente de ser, después de todo, el tipo que tiene la pistola en la mano. Su proposición era sencilla, ingenua, estúpida: por qué mejor no dejan de manifestar, por qué mejor no se quedaban tranquilos.

Meses atrás, recibí algunos comentarios y uno que otro correo de algunos neochavistas todavía amigos, para quienes hacer comentarios desfavorables al gobierno era, en cierta forma, una conducta políticamente incorrecta. O peor: un exceso, una exageración. Peor aún: un preocupante indicio de manipulación emanado de la oficina de estado norteamericano, un complot comandado por la CIA y repetido millones de veces por ese monstruo recientemente maldito que son las televisoras venezolanas, como si uno no pudiese hacerse una idea del mundo y pensar lo que mejor le venga en gana.

Merecen mi respeto como personas. Pero se trata de una idea absolutamente imbécil.

La voz personal de una minoría en mitad de un país donde se vive con miedo es (quiero pensar) la afirmación de un gesto desesperadamente humano. O más precisamente: la afirmación de un humanismo. Eso sola idea tendría ya un sentido a la hora de optar por mantener esa voz. Puestos entonces en tal encrucijada a uno no le que da más remedio que preguntarse, como diría un característico panfleto propagandístico de ese otro elefante productor de mala prosa que fue el bolcheviquismo: "Y entonces, camaradas, ¿qué hacer?"

La solución, sospecho, es redonda y sencilla como una arepa: construirse un espacio para garabatear unas palabras en mitad de una amenaza unidimensional y, sobre todo, fanática de ese remanente vagamente reptil que significan los nuevos amos; dejar al fin en paz a este pobre blogcito ideado para hablar sobre lo más íntimo, lo más personal, lo más significativo: las cosas que realmente nos gustan, las cosas que libremente elegimos.

Ese espacio existe ya. Y es una invención colaborativa entre unos cuantos amigos. Se llama cocodrilia. Su nombre habla solo. Su nombre indica el interés por cierta taxonomía que no acaba de extinguirse, que posiblemente nos sobrevivirá. Se llega a él pulsando justo aquí.

Están todos invitados.