El afán por el comienzo
Tengo, entre tantas otras, una pequeña manía privada: me fascinan los comienzos, los prólogos apócrifos, las primeras páginas de las novelas, el primer párrafo de un cuento. Me pasa, incluso, con libros científicos. Me encanta leer los párrafos donde el autor (a quien con casi toda seguridad tendré que seguir vestido de traje formal durante las doscientas, las quinientas páginas siguientes) se permite un pequeño episodio íntimo repleto de historias sobre la dificultad para encontrar un cierto material mimeografeado que, para su suerte, Miss Samantha Fitzgerald puso a su disposición desde una remota biblioteca de Ohio, por siempre silenciosa entre sus lámparas de viceras verdes. O el valor que significó, cierta tarde, un descubrimiento inesperado en el jardín que le cambió, con una ráfaga del mismo aire del otoño, todas las ideas y preconcepciones que hasta entonces había atesorado.
Hace años, cuando era un adolescenten decidí (como un mero experimento de romanticismo inspirado en un momento de menguados presupuestos) leer sin pagar, por partes, una novela de Alfredo Bryce Echenique. El libro era largo y, como tantas veces las clases en la universidad eran aburridas repeticiones de un esquema antiguo y gastado sobre una pared de ladrillos naranjas, me inventé un pequeño regalo que consistía en leer de pie ante los anaqueles de la librería desde un ventanal inmenso que me permitía ver, a ratos, el brillo de la lluvia de Junio sobre de los árboles y la grama del campus. No recuerdo ahora si la terminé, lo que sí recuerdo es un epígrafe o un párrafo al principio del libro en el que Bryce Echenique recordaba a Borges y comentaba, con razón, la extraña condición de los prólogos: esa cosa que se escribe al final, se coloca al principio y casi nadie lee.
En el caso de Borges los prólogos son, serán siempre, una pieza de ficción memorable. Pienso ahora, por ejemplo, en esa bella ensoñación que sirve como prólogo a las primeras páginas de El Hacedor y que tiene como personaje el espectro ficticio de Lugones, donde se lee:
Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado má- gicamente. A izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:
Ibant obscuri sola sub norte per umbras
Otro prólogo maravilloso, que leí una y otra vez durante algunos meses vertiginosos de finales de los noventa, es el reporte apócrifo que sirve de inicio a el nombre de la rosa de Umberto Eco y que comienza con ese guiño paródico de: Naturalmente, un manuscrito. Arranca así:
El 16 de Agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet, Le manuscript de Dom Adson de Melk, traduit en français d`après 1`édition de Dom J. Mabillon (Aus presses de l`Abbaye de la Source, París, 1842). El libro, que incluía una serie de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquél gran estudioso del siglo XVII a quien tanto deben los estudiosos de la orden benedictina. La erudita trouvaille (para mí, tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. Azarosamente logré cruzar la frontera austrica en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio [...]
Así podríamos seguir en una digresión larga y apasionada, toda la noche.
Recuerdo todo esto pues ayer mismo, revisando entre los drafts de estas argonáuticas encontré una referencia que, hace un par de meses, hacía JorgeLetralia a un blog titulado comienzo para bulldozers. La idea de su autor, es sencilla y brillante: post que suponen, uno tras otro, principios de cuentos, novelas y ensayos.
La intención acaba por ser, también, un propósito con el que no cuesta mucho ser solidario: lidiar con el horror de la página en blanco. O lo que, sospecho, es como decir lo mismo: lidiar con el precipicio que nos separa de un universo fantástico cuando, de este lado, todo es tan común, tan regular, tan chato.
Hace años, cuando era un adolescenten decidí (como un mero experimento de romanticismo inspirado en un momento de menguados presupuestos) leer sin pagar, por partes, una novela de Alfredo Bryce Echenique. El libro era largo y, como tantas veces las clases en la universidad eran aburridas repeticiones de un esquema antiguo y gastado sobre una pared de ladrillos naranjas, me inventé un pequeño regalo que consistía en leer de pie ante los anaqueles de la librería desde un ventanal inmenso que me permitía ver, a ratos, el brillo de la lluvia de Junio sobre de los árboles y la grama del campus. No recuerdo ahora si la terminé, lo que sí recuerdo es un epígrafe o un párrafo al principio del libro en el que Bryce Echenique recordaba a Borges y comentaba, con razón, la extraña condición de los prólogos: esa cosa que se escribe al final, se coloca al principio y casi nadie lee.
En el caso de Borges los prólogos son, serán siempre, una pieza de ficción memorable. Pienso ahora, por ejemplo, en esa bella ensoñación que sirve como prólogo a las primeras páginas de El Hacedor y que tiene como personaje el espectro ficticio de Lugones, donde se lee:
Los rumores de la plaza quedan atrás y entro en la Biblioteca. De una manera casi física siento la gravitación de los libros, el ámbito sereno de un orden, el tiempo disecado y conservado má- gicamente. A izquierda y a la derecha, absortos en su lúcido sueño, se perfilan los rostros momentáneos de los lectores, a la luz de las lámparas estudiosas, como en la hipálage de Milton. Recuerdo haber recordado ya esa figura, en este lugar, y después aquel otro epíteto que también define por el contorno, el árido camello del Lunario, y después aquel hexámetro de la Eneida, que maneja y supera el mismo artificio:
Ibant obscuri sola sub norte per umbras
Otro prólogo maravilloso, que leí una y otra vez durante algunos meses vertiginosos de finales de los noventa, es el reporte apócrifo que sirve de inicio a el nombre de la rosa de Umberto Eco y que comienza con ese guiño paródico de: Naturalmente, un manuscrito. Arranca así:
El 16 de Agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet, Le manuscript de Dom Adson de Melk, traduit en français d`après 1`édition de Dom J. Mabillon (Aus presses de l`Abbaye de la Source, París, 1842). El libro, que incluía una serie de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquél gran estudioso del siglo XVII a quien tanto deben los estudiosos de la orden benedictina. La erudita trouvaille (para mí, tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. Azarosamente logré cruzar la frontera austrica en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio [...]
Así podríamos seguir en una digresión larga y apasionada, toda la noche.
Recuerdo todo esto pues ayer mismo, revisando entre los drafts de estas argonáuticas encontré una referencia que, hace un par de meses, hacía JorgeLetralia a un blog titulado comienzo para bulldozers. La idea de su autor, es sencilla y brillante: post que suponen, uno tras otro, principios de cuentos, novelas y ensayos.
La intención acaba por ser, también, un propósito con el que no cuesta mucho ser solidario: lidiar con el horror de la página en blanco. O lo que, sospecho, es como decir lo mismo: lidiar con el precipicio que nos separa de un universo fantástico cuando, de este lado, todo es tan común, tan regular, tan chato.
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