13 de junio de 2006

Urbis et Orbis



Me he estado leyendo De la Urbe para el Orbe: Nueva Narrativa Urbana, el libro que recoge las quince narraciones que participaron en la Semana de la Nueva Narrativa Urbana organizadas por Ana Teresa Torres con el apoyo de Héctor Torres.

Me gustan los cuentos. Me agradan, incluso, aquellos que quizá no corresponden enteramente con el tipo de imaginario que suelo escoger como lector. Me gusta, por ejemplo, que las historias que he leído prescindan de ese fastidioso hábito antropológico de querer retratar lo que somos, lo que vamos siendo, a la manera de un aburrido (y después de todo, inocuo) panfleto seduosociológico. Me gusta que prescindan de la moralina machacona y fastidiosa de trasmitir un mensaje, de crear conciencia o cualquier otro género del aburrimiento con los que, por tantos años, la literatura ha tenido que vérselas. Me gusta que no sea tan desesperadamente imprescindible la ejecución de asesinatos en masa, la discusión sobre el curioso interés que una puta de la avenida Solano parece tener respecto a las Obras completas de Vladimir Nabokov o el hecho de que, por los motivos que sean, los autores no estén necesariamente impelidos a discutir sobre el vómito y el habla gruesa como un modo de juntar una frase más o menos comprensible.

En fin, me gusta que sean quince cuentos escritos al aire de cada quien, sin necesidad de recurrir al expediente marchito de una literatura por prescripción.

Sin embargo, a un paso más allá, tendría que decir que casi me gustan más ciertos efectos extra-literarios relacionados con la edición de esos quince cuentos.

El primero gusto tiene que ver con el hecho de que una escritora como Ana Teresa Torres, en plena momento de ejecución de su apuesta narrativa, se tome el trabajo y la delicadeza de promover una iniciativa como esta: un lugar para voces poco conocidas, un lugar para impulsar un episodio sonoro. El gesto, me parece, vale aún más si se piensa que, después de todo, las buenas intenciones de promoción de la literatura no suelen ser un espacio particularmente frecuente en un medio repleto de relaciones que, para bien o para mal, tantas veces están fundadas en la amistad y el compañerismo.

Me gusta, además, ver el modo como el radar de Héctor Torres desde ese breve oasis de buena prosa que es ficcionbreve se materializa en ese gesto concreto que permitió reunir a unos cuantos autores que vienen produciendo sus cosas en el país. No es decir poco que el trabajo de compilación del pana Tower pueda extenderse a la acción concreta de facilitar una convocatoria, a precisar esa empresa en apariencia ríspida como lo es la organización de una serie de lecturas durante toda una semana.

Me gusta el que, además, el evento pudiese contar con la presentación de escritores con un camino construido en la literatura nacional como Antonio López Ortega, Michaelle Ascencio, Eduardo Liendo, José Napoleón Oropeza y José Pulido, así como con un prólogo de Luis Barrera Linares. El gesto, creo, señala mucho más que una buena educación: ilustra la disposición de generaciones anteriores que, en el fragor del propio trabajo, también encuentran un lugar para mirar las nuevas producciones.

Por último, me gusta que todo esto pueda ocurrir en un marco que no deja de tener algo de institucional, como se desprende de la participación del Pen Club de Venezuela y la Fundación Cultural Chacao, en cuanto a la organización de la Semana, así como de la editorial Alfadil, en cuanto a la apuesta por la publicación del libro.

Creo que el caso de la participación de Alfadil es promisorio, en varios sentidos. Es más que un gesto que una editorial privada, cuya apuesta está basada en el tantas veces esquivo terreno de los cálculos económicos, se tome el trabajo de editar un libro con esos quince relatos. Me gusta pues, en un acto de imaginación, quiero pensar que tal decisión representa un eslabón valioso en el difícil camino de superar un panorama nacional donde las ediciones parecen estar a cargo de entidades tan bien intencionadas como inocuas como el Ateneo de Bobures o ese rinoceronte triste, inevitablemente confiscado que es Monte Avila Editores, desde cuyas solapas el gobierno bolivariano avanza, a paso de vencedores, sea lo que sea lo que eso signifique.

Me gustó, además, que el Pen Club tuviese el detalle de ofrecer una compensación económica a los autores por la lectura realizada. Habla de una idea de fondo, de una intención que, en ese caso, es un hecho: el valor de la profesionalización del oficio, el valor de la literatura como algo más que un divertimento en momentos de ocio, de un trabajo que sobrepasa el compartimiento complaciente de la laborterapia.

Ver todo eso, ver el engranaje de todas esas felices correspondencia es algo que, en perspectiva, varias semanas después del evento, se agradece.

Mi agradecimiento tiene que ver no sólo con el hecho de permitir que un cuento escrito por la identidad real que yace bajo este doppelgänger que es Rodrigo Coll pudiese formar parte de esa experiencia. Más importante que eso, más significativo que eso, es la oportunidad de mirar al rededor y ver que, pese a los funestos comentarios que suele reservarse para la producción narrativa dentro de un país, la Semana de la Narrativa y el libro resultante vienen a ofrecer una bocanada de aire fresco en medio de ese terreno que tantas veces impone tan difíciles pruebas para la esperanza.