11 de julio de 2006

Con amor y sordidez


Desde hace un tiempo, sólo por no dejar, alimento la sospecha tantas veces repetida por todas partes de que cada generación encuadra, dentro de su órbita literaria, una representación de época. No tengo peces ni otras mascotas, de manera que es posible que eso me haga ser prolijo en la alimentación de otras ideas. Por ejemplo, esta otra: la sospecha de que El Guardián en el Centeno (The Catcher in the Rye), de J.D. Salinger, es la obra que abre esa curiosa línea temática de una literatura generacional.

The Catcher in the Rye cuenta, además, con un atractivo irresistible a la hora de fijar un hito: fue el libro que John Lennon autografió a su ladino asesino, minutos antes de ser asesinado. Fue, además, el relato que leía el equívoco homicida de Ronald Reagan, antes del último episodio fallido de tiros a la manera de un western al estilo televisión real. Por tales precedentes, no es difícil imaginar, de hecho, que en este mismo momento, algún desequilibrado ansioso de sus efímeros quince minutos de éxito lea sus líneas como quien descifra un pergamino. O como quien toma impulso.

Igual que su novela, y por algún motivo que puede tener alguna relación con la mitología, pero que tristemente sólo parece poder explicarse por los efectos de la esquizofrenia, la historia de J.D. Salinger corresponde con una de las formas del héroe. Versionado, (según se cuenta), en ese drama relativamente naïf que es, que fue Finding Forrester, Salinger encarna algunos de los misterios, algunos de los enigmas de esa narrativa desesperada que es el sueño americano en su sentido inverso: un escritor joven que alcanza el éxito más riguroso y que, al tenerlo, decide dejarlo todo y recluirse en un olvido que sólo se vio interrumpido por un par de escándalos judiciales relacionados con la publicación de sus cartas privadas, un biografía escrita por su hija (en la que palabras más, palabras menos, se consiguen las razones que, tristemente, explican su aislamiento: se volvió loco), así como por la publicación poco exitosa de la obra Hapworth 16, 1924 en la que el eterno Seymour Glass reaparece en toda su magnitud autobiográfica.

Pese a una que otra posible diferencia de criterios, quizá sea posible afirmar que Douglas Coupland bien podría representar el sinsentido de la década de los noventa con su novela Generation X, junto a otros episodios satíricos, a la manera de Choke, de Chuck Palahniuk, a principios de esta primera década del siglo XXI.

Las volteretas sobre tales categorizaciones deberían quedar, sin embargo, para investigadores eruditos y juicisos (ninguno de cuyos adjetivos poseo en proporciones siquiera mínimas).

Mucho más inquietante, mucho más hilarante, es descubrir que más allá de la literatura, o al revés: amparado en la inmensa capacidad de reinvención de la literatura, otro Salinger contribuye decididamente a fijar la imaginería de época de los ochenta, esta vez en el cine: se trata de Matt Salinger, hijo del viejo J.D. Salinger quien, en pleno 1984, interpretó con la dedicación del caso, el personaje de Danny Burke, uno de los tipos rubios de la antipática hermandad Alpha Beta en la Venganza de los Nerds (Revenge of the Nerds).

Y, no conforme con ese gesto de justicia poética para una década obtusa y bobalicona, al mismo Capitán América, menos de diez años después.