Gedankenexperiment
Nunca lo había visto así, para ahora caigo en cuenta que D. Pratt es, realmente, un verdadero ejecutor de experimentos imaginarios: un artífice del gedankenexperiment.
Lo pienso justo después de leer esa maravilla de post que es panfletonegro, séptimo grado, o lo que es más o menos igual: el registro en bitácora de un viaje totalizador que, ahora, llega a la sorpresa de los siete años.
Recorriendo el post caigo, uno a uno, (como quien repasa un viejo álbum de familia), en los enlaces que el Pratt hace al pasado de una de las revistas digitales venezolanas con más años en la red. Una revista que, al mismo tiempo, ha hecho por mí el tipo de regalos de aquello que verdaderamente vale la pena: señalar una historia secreta, un recorrido encantado por una serie de textos que, a su vez, esconden las señas de toda una autobiografía de época.
Con el gusto que tiene la nostalgia, pulso justo aquí, y entro al archivo de eso que el Pratt decidió llamar la versión 1.0 que agrupa desde el número 1 hasta el número 70. Allí leo, por ejemplo, un capítulo de viaje al Centro Espacial Kennedy que leí hace casi tantos años como el momento en que ocurrió en el remoto pasado astronáutico del pana Pratt. Leo, releo, una belleza escrita por O. Greanmann y titulada Björk: un hada, un cisne. Leo este clásico del Chamán Héctor Torres, o este texto que siempre me ha fascinado de Omar Pérez Santiago, a quien no conozco, pero a quien descubrí precisamente en uno de los azares de la revista; veo esa hermosa vie en fleur de Gabriela Mata, o esta melancópolis de Marcelo Seguel sobre Gottfried Benn. Doy, luego, un salto a episodios más recientes: entonces busco y leo este, este, este y este otro texto de unos autores que no sólo me han dado muchos ratos de placer lector, sino junto a quienes he leído tantas veces algunos fragmentos de ese texto vertiginoso que es la vida desde el ángulo opalino de una cerveza sobre la mesa de la flama, en un día de playa, en una conversación telefónica desde la distancia.
En fin, leo el post de Pratt y termino recorriendo los pasadizos de las versiones anteriores de panfletonegro, pensando que también para mí, como lector, el recorrido de los años pasados ha sido toda una experiencia de acumulación de placeres.
No soy capaz de saber qué ocurrirá ahora, con el experimento de autopublicación que el Pratt ha decidido para la revista. Como el mismo Pratt comenta en su post, los precedentes anteriores no son, precisamente, una máquina encantada de buenos augurios. Pienso, sin embargo, que tal eventualidad carece de importancia. Creo que el gusto por esa publicación (incluso la lealtad con lo que ha sido) implica, a su manera, una poca o ninguna preocupación por lo que ocurra más adelante. Panfletonegro ha dado ya un largo, un hermoso viaje. Creo que es suficiente sentirse agradecido por todo eso. Todavía más: en su sentido más radical, más intenso, más desesperado, posiblemente esté cerca de encontrar, precisamente, el nicho natural que el pana Pratt deliró en las tórridas marejadas de uno de sus últimos y ya remotos vestigios adolescentes.
Pienso en saudades. Pienso en el modo radical y honesto que el Pratt ha decidido para sentirse editor. Pienso, además, en un viejo recuerdo, justo en aquella terraza con un piso de cancha de tenis del edificio Imperio donde alguna vez viví y donde, también, tantas veces conversé con el Pratt sobre el último número que acababa de salir. Pienso, con ternura, que panfletonegro fue, gracias a la generosidad de Daniel, una escuela. Una estimulante escuela de cuatro años de ejercicios rituales. Hoy tiene algo de hermoso ver todo ese recorrido desde el retrovisor de los siste años cumplidos. A mi sólo me queda darle las gracias al Pratt por todo ese delirio.
Lo pienso justo después de leer esa maravilla de post que es panfletonegro, séptimo grado, o lo que es más o menos igual: el registro en bitácora de un viaje totalizador que, ahora, llega a la sorpresa de los siete años.
Recorriendo el post caigo, uno a uno, (como quien repasa un viejo álbum de familia), en los enlaces que el Pratt hace al pasado de una de las revistas digitales venezolanas con más años en la red. Una revista que, al mismo tiempo, ha hecho por mí el tipo de regalos de aquello que verdaderamente vale la pena: señalar una historia secreta, un recorrido encantado por una serie de textos que, a su vez, esconden las señas de toda una autobiografía de época.
Con el gusto que tiene la nostalgia, pulso justo aquí, y entro al archivo de eso que el Pratt decidió llamar la versión 1.0 que agrupa desde el número 1 hasta el número 70. Allí leo, por ejemplo, un capítulo de viaje al Centro Espacial Kennedy que leí hace casi tantos años como el momento en que ocurrió en el remoto pasado astronáutico del pana Pratt. Leo, releo, una belleza escrita por O. Greanmann y titulada Björk: un hada, un cisne. Leo este clásico del Chamán Héctor Torres, o este texto que siempre me ha fascinado de Omar Pérez Santiago, a quien no conozco, pero a quien descubrí precisamente en uno de los azares de la revista; veo esa hermosa vie en fleur de Gabriela Mata, o esta melancópolis de Marcelo Seguel sobre Gottfried Benn. Doy, luego, un salto a episodios más recientes: entonces busco y leo este, este, este y este otro texto de unos autores que no sólo me han dado muchos ratos de placer lector, sino junto a quienes he leído tantas veces algunos fragmentos de ese texto vertiginoso que es la vida desde el ángulo opalino de una cerveza sobre la mesa de la flama, en un día de playa, en una conversación telefónica desde la distancia.
En fin, leo el post de Pratt y termino recorriendo los pasadizos de las versiones anteriores de panfletonegro, pensando que también para mí, como lector, el recorrido de los años pasados ha sido toda una experiencia de acumulación de placeres.
No soy capaz de saber qué ocurrirá ahora, con el experimento de autopublicación que el Pratt ha decidido para la revista. Como el mismo Pratt comenta en su post, los precedentes anteriores no son, precisamente, una máquina encantada de buenos augurios. Pienso, sin embargo, que tal eventualidad carece de importancia. Creo que el gusto por esa publicación (incluso la lealtad con lo que ha sido) implica, a su manera, una poca o ninguna preocupación por lo que ocurra más adelante. Panfletonegro ha dado ya un largo, un hermoso viaje. Creo que es suficiente sentirse agradecido por todo eso. Todavía más: en su sentido más radical, más intenso, más desesperado, posiblemente esté cerca de encontrar, precisamente, el nicho natural que el pana Pratt deliró en las tórridas marejadas de uno de sus últimos y ya remotos vestigios adolescentes.
Pienso en saudades. Pienso en el modo radical y honesto que el Pratt ha decidido para sentirse editor. Pienso, además, en un viejo recuerdo, justo en aquella terraza con un piso de cancha de tenis del edificio Imperio donde alguna vez viví y donde, también, tantas veces conversé con el Pratt sobre el último número que acababa de salir. Pienso, con ternura, que panfletonegro fue, gracias a la generosidad de Daniel, una escuela. Una estimulante escuela de cuatro años de ejercicios rituales. Hoy tiene algo de hermoso ver todo ese recorrido desde el retrovisor de los siste años cumplidos. A mi sólo me queda darle las gracias al Pratt por todo ese delirio.
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