29 de julio de 2006

Otra Masacre



Siempre es cuestión de tiempo. El militarismo puede auparse con el gesto enfático de la defensa de la patria. Puede llevarse al límite romántico, a la gesta cursi y fastidiosa de una independencia fabulada. Puede armarse a la población e inventar, al modo de una mala literatura fanática, que en ese propósito se esconde, furtiva, la semilla misma de la patria...el caso es que, antes o después, las fuerzas armadas participan en otra masacre.

No se trata, no tiene por qué tratarse directamente de chavismo. Se trata de una tragedia antigua: es difícil convivir con un tipo con pistola, es arduo estar a salvo cuando juntas a unos cuantos matones con uniforme.

Que a estas alturas estén muertas ocho personas, (entre ellas mujeres y niños: la mayoría, por lo visto, de origen colombiano) en el estado Apure, que esas personas fuesen quemadas y que tal atrocidad sea cometida, como se presume, por uno o más efectivos de las fuerzas armadas nacionales es, por decir lo menos, un escándalo que debería superar cualquier sentido de la propaganda delirante de los fanáticos gobierneros u opositores. Pero que ese sujeto ladino que hace las veces de ministro de la defensa declare que en caso de existir una responsabilidad personal no puede ser catalogado como un hecho promovido dentro de ese mal órgano corporal que es el seno de la institución armada es, cuando menos, un comentario dolorosamente mal intencionado.

El antimilitarismo es una ética, no un delirio. Con toda la reserva, con todo el desdén y mala uva que se pueda sentir por ese pesado fardo social que son los tipos de uniforme, sería una estupidez pensar que, por ejemplo, el ejército nacional incluye dentro de su sistema de enseñanza algo tan sórdido como una técnica de promoción del asesinato en masa. O fantasear que, para el caso de esta nueva masacre, los más altos funcionarios de la milicia nacional pudieron haberse comunicado con la lejana guarnición para pedirles, entre alaridos, el asesinato de personas inocentes, en una imagen que incluya en contrapicado el brillo de la sangrienta luna: es obvio que siempre será posible decir, como dice esa epifanía de ministro de la defensa, que las fuerzas armadas no se han dedicado a promover tales acontecimientos, pues cosas como esa no se promueven como quien alienta la ejecución de concursos florales, un rally para el día del empleado público o una rifa de canastas navideñas. Aún así, es preciso decir que un hecho como este, necesariamente hace pensar en una cantidad inmensa de responsabilidades y omisiones que sí son, han sido y serán promovidas por toda milicia, pues lo que sin duda no puede desdibujarse de la razón de ser de una organización armada es el uso de la fuerza real o simbólica como herramienta privilegiada de acción, la distribución de un armamento entre sujetos que de pronto adquieren con ello una súbita borrachera de autoridad, la promoción de un sistema de poder dentro de una rígida escalinata donde la antiguedad es la ley y la objeción de consciencia, una traición, la actualización continua de una noción de desigualdad basada en la obediencia jerárquica, cosa que difícilmente podría idealizarse por el sólo hecho de tener que vivir, ahora mismo en Venezuela, ese aburrido ciclo tan latinoamericano de los militares de siempre que de tanto en tanto llegan para salvarnos, para luego caer, para después volver con más bríos en el movimiento de una rueda que quizá pueda ser eterna.

El asesino de ese fundo en Apure pudo ser un loco desquiciado. Pudo ser (y esto es más razonable: no debe ser fácil matar y quemar a ocho personas por sí solo) un grupo de soldados bravucones y desalmados que rebasaron la propia línea de su deseo de sometimiento y poder. En todo caso, quien mató a las ocho personas era (o eran) parte del aparato militar, armados con fusiles de las fuerzas armadas nacionales, vestidos con uniformes de esas mismas fuerzas, ejecutando acciones desde el rol y el lugar social que les confiere ser los supuestos defensores de una república, de un conuco, de un símbolo, de lo que sea. No es posible que las fuerzas armadas puedan no tener algún tipo de responsabilidad en algo como eso. Al contrario: unas fuerzas armadas serias, responsable, deberían asumiar esa tragedia como un acontecimiento crítico, como un horror que requiere preguntas, discusiones, transformaciones.
Uno esperaría de un tipo como Baduel una excusa. Un dolor. Al menos el asomo de una pregunta dentro de la vastedad de su cerebro que le sirva para comenzar a pensar qué locos pueden estar metidos dentro de las fuerzas armadas. Uno esperaría de la Asamblea Nacional, ese objeto retórico, ese curul alucinado, una comisión capaz de dejar la vida por esclarecer semejante brutalidad, para asegurar la forma de que nunca más vuelva a repetirse. Uno esperaría que el presidente de la república pudiese dejar por un momento sus heróicos esfuerzos de comprar armamento en Rusia y decir, si quiera, que tampoco se trata de ir por el mundo matando a quien se cruce por el frente. Que el gesto bélico es algo que él hace porque sí, porque es el jefe, porque se ha ganado una república como premio y es un botín que puede administrar como mejor le venga en gana hasta su mismo ocaso, pero que ese es él, que todos los demás no deberían intentar repetirse en casa el gesto del tiro y la metralla.

Es precisamente por eso que se hace tan duro, tan sórdido, que justo esta semana se conmemore el asesinato del dirigente político Jorge Rodríguez con representates caricaturescamente emblemáticos del gobierno, (enrumbados en plena propaganda de lo que al fin de cuentas es su negocio), que se hable con tanta vehemencia de los horrores del pasado si, justo ahora, cuando ocurre una nueva masacre en Apure todo hace pensar que se intenta hacer precisamente lo mismo que la campaña gobiernera quisiera denunciar como consigna, pero que ya está aprendiendo a usar como estrategia: tender sobre lo ocurrido el más riguroso manto de silencio.