Una vieja foto de familia (1)
¿Tú te acuerdas?, me pregunta su voz de barítono al otro lado del teléfono. Le digo que sí, que claro que sí. Recuerdo el verde intenso de la grama, el techo de madera de la habitación que nos tocó en aquél segundo piso, la sensación de la alfombra en mis pies, el azul de la piscina principal, el comedor del hotel con vista al jardín, el movimiento de las palmas, el desplazamiento monótono de los ventiladores de techo en el lobby repleto de muebles de ratán. Tú me decías: papá, aquí uno sólo tiene que firmar un papelito y pides lo que quieras, me dice, me hace recordar, riéndose, tosiendo, haciendo el sonido de quien aspira al otro lado de la línea un cigarrillo. Los dos reímos. No lo decimos, pero ambos comprendemos que la infancia es el peor momento en la vida para comprender el sentido de las notas de crédito. Me dice que él siempre pensó que tener unas buenas vacaciones era algo que uno debía tener. Era tu premio, me dice, y comprendo que quiere decir que estaba satisfecho. Comprendo que quiere decir que esa, a su manera, era la forma de decirme otras cosas, de insinuar que yo tenía un lugar en su mundo, que él intentaba que ese mundo pudiese marchar de la mejor forma posible. Que fuese mejor que el suyo, mejor que el mundo que él había tenido. Me cuenta cómo ocurrió ese viaje. Me fui solo, primero. Pero estando por allá, me dije: ¿y tú vas a estar aquí teniendo una familia, teniendo un hijo? La familia llama, me dice, a uno le hace falta su familia. Le digo que sí, que claro que sí, que eso es verdad. Era muy barato todo, me dice. Él acababa de comprar un carro, su primer carro. Un malibú. Allá le hice unas reparaciones, unos arreglos, tú sabes. Le puse platinas, le cambié los cauchos, le puse el trabegás, un montón de cosas. Gasté como mil bolívares en eso, dice, y se ríe. Al final hasta compré unos cassettes de música, para completar la cuenta, dice, y sigue riéndose. Era otro tiempo. Uno era millonario y no lo sabía. Yo también me río. Está orgulloso de ese recuerdo, del hombre joven que era en esa época. Escucho que fue entonces cuando se decidió a tomar un avión, viajar a casa, buscarnos a mamá y a mí para entonces regresar con él y terminar el viaje juntos, ¿Tú te acuerdas, verdad?, me pregunta, y yo comprendo que él necesita que yo recuerde, que ese recuerdo es, ahora, una manera de retomar el camino que alguna vez recorrimos juntos, es una manera de mirar las cosas buenas con las que él intentó llenar el recorrido, la trayectoria de esos años. Le digo que sí, que claro. Le digo que ese fue un viaje muy bonito. Él asiente. Claro, claro. Hago un esfuerzo por recordar cómo era aquél aeropuerto, pero no lo logro. Sólo puedo recordar una imagen desde la ventanilla. Esa imagen salta hasta el edificio remodelado que es ahora. Sólo tengo la imagen de la tarde en la que, hace uno, dos años, tuve que esperar por horas en la zona de abordaje con la vista fija a un laptop, con el cansancio de tres días de trabajo, con el vago recuerdo que alguna vez, tiempo atrás, había estado allí siendo un niño. Él continúa. Me cuenta de la casa de aquellos amigos que él había conocido. De la vez que compró toda una cesta de una comida típica. Me dice, yo le pregunté al niñito que la vendía, ¿cuánto cuesta todo? Y él me dijo, diez bolívares, señor. Entonces la compró toda. Su mamá debió quedar impresionada. Imagínate tú. Salió a vender y llegó al ratico, me dice. Le digo que eso también lo recuerdo. Le digo que recuerdo las montañas encumbradas, le digo que recuerdo una iglesia muy antigua a la que fuimos de visita. Él asiente, satisfecho. No lo dice, pero yo imagino que es el tipo de imágenes que él quisiera que yo guardase de él. Próspero, enérgico, repleto de decisiones rápidas. Recuerdo que le preguntaba a cuánta distancia estábamos de nuestra casa y que él me respondía haciendo cálculos, con ganas de darme un número preciso, con el deseo de responderle a su hijo con toda la verdad que pudiese existir sobre la tierra. Sólo una vez no pudimos viajar juntos, me dice, me sigue contando. Te enfermaste. El médico dijo que era un peligro que te sacáramos así. Entonces yo me fui sólo. Ése fue el único viaje que no hicimos. Tú te quedaste en la casa, recuperándote, me dice y eso también lo recuerdo. Me recuerdo pensando en ese viaje al que no fui, sentando en el sofá de una casa con un jardín repleto de rosas en un agosto donde no paraba de llover. Esas son las cosas que uno debe hacer por los hijos, me dice, dejarles recuerdos que sean recuerdos buenos. Es importante, uno tiene que dejarles recuerdos buenos a los hijos. Y yo comprendo que esa es también, a su manera, una forma de trasmitir una visión del mundo, una filosofía modesta y convincente. Le digo que sí, que es verdad. Le digo que es hermoso recordar esas cosas. Le digo que yo estoy agradecido por muchos recuerdos. Él no dice nada al otro lado de la línea, pero sé que asiente, de pie, en una habitación donde cuelga la foto muy antigua de un niño que sonríe, de un niño que sostiene en las manos un pequeño dinosaurio de colores. Sospecho que los dos imaginamos nuestros rostros de entonces, nuestros rostros de ahora. Sospecho que seguimos haciéndolo después de colgar el teléfono, de encender otro cigarrillo. Al menos yo lo hago. Me quedo repasando en silencio, una a una, las páginas de un álbum de fotos de familia que aún persiste en mi recuerdo mientras, al frente, desde la ventana, las nubes del tiempo de lluvia gravitan encendidas por las luces de la ciudad anochecida.
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