26 de agosto de 2006

Para luego leerlo en Li Po

Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable -los seis años- en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos y de Dios, y cuyo imaginario colectivo se correspondía más con el de alguna región de la España del siglo XIII que con el impreciso del país tropical de mediados del xx: Venezuela. Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo; de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero.

Muy temprano supe que mi destino -fatal e ineludible- sería el del guerrero. No obstante, las batallas y derrotas y huidas y deserciones -y alguna herida ingrata- que me aguardaban en un futuro incierto, tendrían como escenario otros paisajes, distintos a los que se vislumbraban desde mi lar montañés; semejantes, más bien, a los campos de lava de las lunas jovianas: Ganímedes, Jo, Europa o Calisto.

Crecí en una casa grande, con techos inclinados y heteróclitos: teja, paja y zinc, ubicada temerariamente al borde de un río torrentoso. Mis primeros recuerdos, nítidos y tal vez reveladores, flotan en aquel espacio: la franja de sol en el corredor una bandada de loros sobrevolando el maizal, mi padre leyendo a la luz de un candil, mi madre cantando una canción de despecho. En muchos de ellos aún me reconozco, otros han sido erosionados por la imaginación, algunos quisiera volverlos a vivir. Elijo uno para mi placer. Veo venir allá en el camino real, un buey cargado con dos tercios de leña y a horcajadas en su lomo un insólito jinete, un muchacho, que conduce al animal como si se tratara de un caballo. No sé por qué aquel espectáculo -a decir verdad, poco usual- me produjo tal arrebato de alegría y admiración. Corrí y salté, anunciando a viva voz la llegada del buey-caballo, una figurafantástica que acababa de ingresar en mi bestiario personal. Años después, por una de esas venturosas conjunciones en las cuales reconocemos el regalo de algún dios, reviví la memorable escena leyendo un poema de Li Fo.


Ednodio Quintero, 1. El buey de Li Po. Kaikousé: hacia un ars narrativa.