2 de septiembre de 2006

Las virtudes del sano juicio



Cuando se mira en retrospectiva es inevitable descubrir que uno siempre ha sido, en algún momento, algo más ingenuo y torpe de lo que es en el presente. También es casi necesario pensar que algún día, en el futuro, tal vez tenga la suerte de serlo aún un poco menos. Eso, después de todo, debe ser algo parecido a la fe.

Entre las tantas pasiones ingenuas que hoy no estaría dispuesto a alimentar (precisamente porque ya lo hice, supongo) está la afición de leer definiciones más o menos teóricas de lo que es o debería ser un cuento: desesperados cálculos sobre la taxonomía de la longitud, arrobados volúmenes de especulación sobre la naturaleza de su origen, grandes selvas repletas de citas desoladas y huesos de otros animales extentintos.

Visto hoy, no tengo la menor idea de cuántas leí. Sólo sé que pasé uno o dos años leyendo una cantidad inmensa de prosa academicista que, vista en perspectiva, posiblemente debió tratarse de unas dos o tres visiones repetidas en un calidoscopio vertiginoso y lleno de colores destinados a dormir, a pierna suelta, en los anaqueles de una que otra biblioteca de pasillos muy pulidos y solitarios. Un obstinato sin fin en base a una variación artificiosa y, seguramente, bien intencionada.

Al final de ese viaje, (como quien cree viajar a Ítaca en un barco de palabras), llegué a una conclusión que me dio por satisfecho: las páginas que verdaderamente terminaban por decirme algo eran, precisamente, las revisiones personales de unos cuantos buenos autores. Su Arte poética, como era el caso de ese extraño aparato de extrañamiento que es la explicación falsa de mis cuentos, de Feliberto Hernández, o la lucidez de ojos de gato del cuento breve y sus alrededores, de Julio Cortázar. O incluso: los pequeños juego eruditos, como ese hermoso recorrido por la historia del cuento que alguna vez escribió Julio Torri como prólogo a una antología de la historia universal del relato y también, desde luego, ese recorrido de detective brillante que es el ensayo sobre el cuento policial de Borges. El resto apenas si daba para pensar en el honesto esfuerzo de críticos silenciosos y calvos, luchando con las formas más diversas de ganarse el pan en cubículos universitarios repletos de papeles y tazas de café, tanto como de una inmensa fe en la capacidad de lucha de sus posaderas contra la inercia desesperada de su peso en una silla.

Recuerdo todo esto pues, justo ayer, revisando el prólogo de esa maravilla de libro que es Antología del cuento norteamericano, compilado por Richard Ford, encontré una frase repleta de sentido común que me hizo recordar todo ese largo e inocente recorrido por las taxonomías del cuento. Es esta:

Por lo tanto, como definición preliminar, les ruego que acepten mi criterio, aunque es opcional, de que un relato es simplemente una obra de ficción, escrita en prosa y no en verso (aunque estoy dispuesto a ser flexible), cuya extensión oscila entre un párrafo y un número de páginas o palabras más allá de las cuales la palabra "corto" parezca poco convincente para una persona en su sano juicio.

Imagen: Portada de Mecánica Popular, edición en español. Septiembre, 1955.
Vía:
Westfalias-Literature