24 de septiembre de 2006

Pigmentos



No tengo interés en sonar excesivamente autobiográfico (después de todo, un blog es eso: un blog, no un diario), pero debo admitir el interés que siento en comentar que en fechas recientes he experimentado algo que casi podría ser calificado como un rapto. Es este: tengo tres fines de semana dedicándome casi exclusivamente a la pintura. Haciéndolo, además, con una meticulosidad, un exotismo, una fruición desesperada.

Como es común en estos casos, el primer sorprendido he sido yo mismo, naturalmente. Jamás, ni en mis sueños más arrobados de ingresar a una Academia de Bellas Artes, (o incluso a un humilde taller de pintura vacacional), mi dedicación a la pintura había sido tan grande. Así, casi sin pensarlo, sin planearlo siquiera, he terminado sumergiéndome en el esfuerzo y la tenacidad de un sorpresivo encantamiento estético.

Gracias a ello he logrado pintar lo que, según mis cuentas al vuelo, deben ser unas ocho paredes, diez puertas, dos balcones, una infinidad de ángulos, esquinas y rebordes que, en este momento del cansancio, la imaginación prefigura con las mismas formas de un espejo soñado dentro de un sueño delirante.

Día tras día he recorrido el frío de las paredes con la hosquedad de una brocha de cerdas artificiales, con el minimalismo que esconden los rodillos, con el fragor asiático de unos dos o tres pinceles de cerdas acicaladas y finas. He lijado, con la pulcritud de un ceramista solitario, del constructor de un bergantín a las orillas de un puerto español del siglo XVI, los ángulos, las salidas abruptas, las deformaciones y manías del cemento. He recorrido a gatas (a la manera de una mala copia de una desgraciada cenicienta en una película de bajo presupuesto) ese punto incómodo que significa la unión entre el rodapiés y las baldosas del piso en busca de salpicones y manchas de pintura que, en el recuerdo, ahora se mezclan en una acuarela verde manzana, blanco satinado, blanco ostra en emulsión de aceite, azul crepuscular, diversas variaciones de caucho mate, el verde oliva y el naranja.

En unas pocas palabras: he pintado tanto que el gesto de pintar me ha dejado vuelto polvo, sin fuerzas para casi nada más, pero aún así, al borde de una epifanía del color.

Supongo que era natural que, en tales condiciones, bajo tales demandas cromáticas, acabara dejándome llevar por la mano amiga de otro pintor, de otra sensibilidad. Ha sido así como, entre pintar, pulir, rematar, mezclar y lavar mis implementos, he pasado plácidas horas revisando el Diario de un genio, de Salvador Dalí.

Es por ello que me gustaría consignar, de cara a la posible utilidad que pueda esconder para otros futuros pintores y pintoras, un párrafo que me ha sido de particular utilidad para la dura prueba de mi labor como pintor. Un párrafo que, (si se me permite utilizar un poco de la atmósfera en la que me he sumergido en las últimas semanas), hace pensar vagamente en el espíritu que evoca cierta colección reciente de pinturas Montana, tecnología del color.

Aquí va:

Las consecuencias del arte moderno contemporáneo radican en haber llegado a la máxima racionalización y al máximo escepticismo. Hoy en día, los pintores jóvenes modernos no creen en NADA. Es perfectamente normal que, cuando no se cree en nada, se acabe por pintar apenas nada, incluida la pintura abstracta, esteticista, academicista, con la excepción de un grupo de pintores de Nueva York, quienes, por falta de tradición y gracias a un paroxismo instintivo, se acercan a una nueva creencia premística que tomará cuerpo una vez que el mundo tome por fin conciencia de los últimos progresos de la ciencia nuclear.

Así se habla, pienso yo. La cuestión está, naturalmente, en superar tanto escepticismo. En sumergirse radicalmente en el color. En eso que, por puro deseo de agrandar los horizontes de la experiencia estética, daré en llamar el rapto cromático del hogar.

Imagen vía: Campings de Cantabria