5 de septiembre de 2006

Serengueti


Yo veía el Serengueti en un televisor RCA Victor tan grande como un elefante en la sala de una casa con jardines de rosas y tardes de un calor desapacible. Miraba en silencio la migración de los ñúes hacia otras planicies, el movimiento furtivo de los impalas, el nerviosismo de las cebras, el tedio de los leones, el alborozo de los monos. Los seguía desde estanques resecos donde los hipopótamos se solazaban en residuos de barro y los pájaros se escondían con arte bajo la cuchilla de sombra que dejaba un árbol seco.

Casi siempre el documental se fijaba en la cría desvalida de un animal salvaje y yo seguía, en suspenso, la torpeza de sus movimientos, los presagios funestos que le aguardaban en un mundo que cada vez se hacía más grande, más desolado y que, a lo mejor, yo deseaba imaginar muy lejos, tan lejos como la palabra África.

Aún conservo el recuerdo de la cámara en el momento en que emergía en mitad de una llanura, enfocando una osamenta. Se demoraba en las aves de rapiña, se fijaba, luego, en un roedor infatigable. Seguía así, impávida, mirándolo todo, documentando en una pasividad anestesiada la dolorosa armonía de un mundo lejano, el fantástico equilibrio de la biología, el movimiento eterno de una familia de elefantes; después, el presagio de los truenos en la distancia, las primeras gotas de agua de lluvia, la bendición de algo demasiado parecido a la misma vida.

Eran, supongo, documentales de la BBC, con imágenes fijas que parecían no acabarse nunca, tan serenas como la voz en off de un comentador de acento neutro, casi desganado. Me sentaba en una sillita de madera con respaldo de plástico, regalo de nuestro vecino, el Señor Regino, y así pasaba parte de la tarde, tomando la merienda, pensando en cosas diminutas con la vista fija en esas cartografías hipnóticas, mientras afuera, en la calle, el sol desaforado de marzo terminaba de derrumbarse contra tardes de un rojo que ya no existe, donde el mundo tenía la seguridad de una pantalla ovalada, papá era un hombre fuerte de frases rápidas y mamá era aún una belleza de ojos color miel y cabello corto que escuchaba en silencio canciones de amor en la cocina.

Hoy me he quedado pensando en esas cosas tan lejanas después de leer ese hermoso y delicado post que son las Misceláneas de este último viaje I de Kira Kariakin.

No podía saberlo entonces, siendo un niño, pero lo verdaderamente lejano no era el África indómita, el reino simple y esquemático de los animales salvajes. Lo realmente lejano era el lugar en el que estoy hoy, el lugar en que volvería a visitar los recuerdos de esas tardes con documentales. La rigurosa distancia desde donde comenzaría a extrañarlas.

Imagen del salto de los impalas, tomada de: phpwbgallery.net