Una rueda que nunca para de girar
Me parece difícil alegrarse por el asesinato de Saddan Hussein, Barzan al Tikriti y Awad al Bandar, ocurrido en la pasada madrugada de Bagdad. Habría deseado otro desenlace, otro guión, otro fondo y otras formas. El ahorcamiento a Hussein solo viene a agregar, tristemente, un capítulo más en esa desmesurada enciclopedia de la locura que significa el ajusticiamiento del enemigo, culpable o no.
Lo que es peor: el ahorcamiento de Hussein se convierte en otro argumento más para ejercer un poder total de aquél que se cree poseedor de la más prístina razón. Matar a Hussein, pese a la inquina que se le podría tener, pese al inmenso desprecio que se podría sentir ante un sujeto que condujo a un país con un brazo de hierro por décadas, significa legitimar indirectamente otras sentencias análogas, otros gestos tiránicos.
Implica legitimar, por ejemplo, la estupidez del afortunadamente desaparecido ayatolá Jomeini, quien en el año de 19879 decidió, por una fatwa que le inspiró la justicia divina, (como suelen ser todas las malas justicias), dictar una sentencia de asesinato contra el escritor Salman Rushdie por el crimen de supuesta apostasía que significó la publicación de sus Versos Satánicos. Esa sentencia continúa vigente y, a la fecha, ya se cargó con la vida de 31 personas, si se cuenta a su traductor al japonés, así como las 30 personas que murieron quemadas en un hotel de turquía. Sus traductores al italiano y al noruego también resultaron, en su momento, seriamente lesionados.
Justificar el asesinato de Hussein también implica reconocer la legitimidad de una medida como la de la justicia del estado Libio (ese otro gran socio espiritual de la bolirevolución, por cierto), quien a finales de este año ratificó una sentencia de asesinato contra cinco enfermeras búlgaras y un médico palestino, en un juicio en el que se les acusa (váyase a saber si de forma justa o no) de haber contagiado con el virus del VIH a 400 niños libios.
Lo que es peor: el ahorcamiento de Hussein se convierte en otro argumento más para ejercer un poder total de aquél que se cree poseedor de la más prístina razón. Matar a Hussein, pese a la inquina que se le podría tener, pese al inmenso desprecio que se podría sentir ante un sujeto que condujo a un país con un brazo de hierro por décadas, significa legitimar indirectamente otras sentencias análogas, otros gestos tiránicos.
Implica legitimar, por ejemplo, la estupidez del afortunadamente desaparecido ayatolá Jomeini, quien en el año de 198
Justificar el asesinato de Hussein también implica reconocer la legitimidad de una medida como la de la justicia del estado Libio (ese otro gran socio espiritual de la bolirevolución, por cierto), quien a finales de este año ratificó una sentencia de asesinato contra cinco enfermeras búlgaras y un médico palestino, en un juicio en el que se les acusa (váyase a saber si de forma justa o no) de haber contagiado con el virus del VIH a 400 niños libios.
El razonamiento es casi más patético si se piensa, como puede observarse en algunos foros de discusión del país, que el ajusticiamiento a Hussein representa un motivo de satisfacción, dado el apoyo que el teniente coronel Hugo Chávez mostró alguna vez con tíbia simpatía hacia su gobierno. (De hecho, fue el primer presidente que le propinó una visita después de la guerra de 1991). La cosa no va, no puede ir por ahí. Después de todo, el boligobierno del teniente coronel Chávez es una tragedia y sus alianzas internacionales son, posiblemente, lo más parecido al asco que nuestra historia nos ha dado la mala oportunidad de conocer, pero nadie gana nada por el hecho bárbaro que algún tribunal guapetón se despache a alguno de sus compadres. En realidad, actos de esa naturaleza son, de hecho, el motivo por el cual existe alguna minoría que no tiene previsto la obsecuencia a la redención camorrera que nos ofrece su boligobierno.
En fin. Es mucho más que una lástima que Hussein no haya sido sometido al trato que debieron recibir las personas que exterminó: una justicia libre de perturbaciones políticas, una condena justa. Sentenciar a Hussein a la pena capital por el ajusticiamiento de 148 chiítas implica, visto en seco, efectuar un acto análogo del cual se le acusó. Es dejar que la rueda continúe en su lento, en su aletargado, en su eterno movimiento.
Ninguna muerte se justifica, ninguna muerte vale la pena. Jamás. Ni siquiera la muerte de los personajes más ruínes.
Como un carámbano informático, casi al terminar de escribir este post, en búsqueda de algunos links pendientes, me encuentro, vía Tapera, con esta brillantez de artículo escrito por Robert Fisk, quien alguna idea parece tener sobre estas cosas. No encuentro un mejor epílogo para la ironía.
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