Una vieja foto de familia (2)
«Can't you hear, can't you hear the thunder?
You better run, you better take cover»
Land Down Under. Men at Work.
Yo nací en una ciudad vasta y plana. Una ciudad que ahora, con los años, descubro que no existe porque sus imágenes más preciadas, aquellas que vienen arrasadas por la ternura, por la nostalgia, se han ido borrando en ese movimiento lento, sigiloso que tiene la vida.
Mi recuerdo está lleno de un patio en el que un septiembre apareció repleto de arbustos de manzanilla. En mi recuerdo existe un árbol desde el que caían gotas redondas y frías aún después que había pasado la lluvia. Una calle del centro con edificios bajos de fachadas adustas, con líneas de tendidos eléctricos que se dibujaban sobre un cielo de plomo. Tiendas por departamento donde vi una que otra vez los objetos de la fascinación: fotos de los blancos soldados del Imperio que me atemorizaban, imágenes de un pequeño robot de juguete que codicié furtivamente. Existe una tarde en la que mamá cocinaba dentro de una cocina de una casa que ahora sólo existe en las fábulas, mientras yo jugaba desde el patio repleto de árboles. En ese recuerdo mamá es joven, viste una bata de un verde pálido y tierno y se escucha, en el antiguo tocadiscos RCA Victor una canción de Joan Manuel Serrat. Recuerdos privados, naturalmente. Imágenes mínimas, emotivas, con las que se puede estar en paz, con las que se puede ir a la cama en silencio, agradeciendo íntimamente algo a la vida.
Uno está habitado de imágenes. Quizá, en lo más profundo, no se es otra cosa que esas imágenes. Papá tarde en la noche, sentado junto a mí en el porche de nuestra casa, enseñándome un cielo que nunca jamás ha sido tan inmenso. Mamá explicándome el por qué de los truenos. Unos juguetes que yacen tumbados en un patio trasero mirándome desde su indefensión de plástico, desde su desdén inexistente, el placer de formar una historia con ellos, el disfrute de comprender sin palabras que la imaginación es el refugio, el lugar de los presentimientos.
La ternura es un gesto. La nostalgia es un breve pálpito humano. Una visita silenciosa de un viejo álbum de imágenes que se han quedado fijadas en un lugar remoto del recuerdo. A veces sopla el viento y es como si se pudiese ver el paso de su páginas de cartón con cubierta de plástico; es justo entonces cuando uno piensa que a final de cuentas, las imágenes narran en silencio las más íntimas historias, pero estas historias deben permanecer flotando en un limbo desde el que no es posible decirlas. Se sabe, además, que no importa. No hay otro deseo que no sea agradecer, agradecerlo todo, incluso aquello que se ha ido para siempre.
You better run, you better take cover»
Land Down Under. Men at Work.
Yo nací en una ciudad vasta y plana. Una ciudad que ahora, con los años, descubro que no existe porque sus imágenes más preciadas, aquellas que vienen arrasadas por la ternura, por la nostalgia, se han ido borrando en ese movimiento lento, sigiloso que tiene la vida.
Mi recuerdo está lleno de un patio en el que un septiembre apareció repleto de arbustos de manzanilla. En mi recuerdo existe un árbol desde el que caían gotas redondas y frías aún después que había pasado la lluvia. Una calle del centro con edificios bajos de fachadas adustas, con líneas de tendidos eléctricos que se dibujaban sobre un cielo de plomo. Tiendas por departamento donde vi una que otra vez los objetos de la fascinación: fotos de los blancos soldados del Imperio que me atemorizaban, imágenes de un pequeño robot de juguete que codicié furtivamente. Existe una tarde en la que mamá cocinaba dentro de una cocina de una casa que ahora sólo existe en las fábulas, mientras yo jugaba desde el patio repleto de árboles. En ese recuerdo mamá es joven, viste una bata de un verde pálido y tierno y se escucha, en el antiguo tocadiscos RCA Victor una canción de Joan Manuel Serrat. Recuerdos privados, naturalmente. Imágenes mínimas, emotivas, con las que se puede estar en paz, con las que se puede ir a la cama en silencio, agradeciendo íntimamente algo a la vida.
Uno está habitado de imágenes. Quizá, en lo más profundo, no se es otra cosa que esas imágenes. Papá tarde en la noche, sentado junto a mí en el porche de nuestra casa, enseñándome un cielo que nunca jamás ha sido tan inmenso. Mamá explicándome el por qué de los truenos. Unos juguetes que yacen tumbados en un patio trasero mirándome desde su indefensión de plástico, desde su desdén inexistente, el placer de formar una historia con ellos, el disfrute de comprender sin palabras que la imaginación es el refugio, el lugar de los presentimientos.
La ternura es un gesto. La nostalgia es un breve pálpito humano. Una visita silenciosa de un viejo álbum de imágenes que se han quedado fijadas en un lugar remoto del recuerdo. A veces sopla el viento y es como si se pudiese ver el paso de su páginas de cartón con cubierta de plástico; es justo entonces cuando uno piensa que a final de cuentas, las imágenes narran en silencio las más íntimas historias, pero estas historias deben permanecer flotando en un limbo desde el que no es posible decirlas. Se sabe, además, que no importa. No hay otro deseo que no sea agradecer, agradecerlo todo, incluso aquello que se ha ido para siempre.
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