15 de febrero de 2007

La literatura como liberación (2)

Yo me sé un cuento. Es este: hace ya unos cuantos años, posiblemente acicateado por el hastío, posiblemente estimulado por la esperanza, decidí participar junto con un amigo y colega en un grupo de lectura y escritura creativa con adolescentes de una barriada de Caracas. La idea, la excusa, era acercarnos a un grupo de adolescentes, dar una mirada al modo en que construían relatos, sondear siquiera un poco la imaginería de sus mundo de vida y, sobre todo, invitarlos (si les provocaba, si les parecía bien) a un encuentro con un espacio mucho menos sombrío que ese objeto duro y retórico que llamamos "realidad".

La primera sesión fue un lleno total. Veinte, veinticinco asistentes. Pero fue un episodio vagamente inquietante, una panorámica en la que el hastío, el tedio, latía secretamente, con el mismo pálpito de una amenaza: asistieron, entonces, unas jovencitas elásticas, olorosas a chiclet´s, asfixiadas por la cosmética, por el peso de sus pestañas, por el dolor de no ser por un instante el centro del universo. A un costado, yacían taimados fanáticos de la mecánica, mirándolo todo como quien mira el vacío, como quien sólo aspira la sólida realidad de una caja de transmisión, el lento traquetear de un pistón. Ojos silenciosos que se estrellaban contra un blando vaho, un bochorno de la tarde, un deseo de estar dormidos, de jugar con la electricidad que súbitamente encendía sus entrepiernas, de pacer en paz frente a la pantalla núbil de un televisor, de una pastilla para el desasosiego, para el fastidio, para la vida misma.

Pensamos entonces (y luego descubrimos que estábamos en lo cierto) que después de toda una vida en el aprendizaje de la nada que suele ser la educación formal, cualquier reunión en un salón debía estar impregnada de la misma película lechosa de cansancio y aburrimiento con la que se habían intoxicado hasta entonces, con la que uno mismo se intoxicó, años atrás.

No quedaba mucho por hacer sino insistir. Eso fue lo que hicimos: insistimos.

El resultado, un par de meses después, con los siete u ocho que quedaron, fue un hallazgo repleto de maravillas: los que persistían habían recorrido el carrusel encantado de los ejercicios propuestos por Gianni Rodari en su Gramática de la Fantasía, comentaban futuros proyectos de escritura, se lanzaban con gusto por la sorpresa de un cadáver exquisito, acometían con furor cuentos imposibles, escribían breves textos encantados, como estos, que justo ahora tengo a mano en tanto escribo:

Iba por la calle cuando vi volar un pupitre que destilaba gotas que al llegar al suelo se convertían en nieve verde

(Sin título. Autor: O. Castro)

O este:

Cuando caminaba por las calles oí sonar una puerta en la punta del espacio que decía: baja y entra por esta puerta para que conozcas el mar y los barcos de oro con faroles a los lados y planetas en el centro.

(Sin título. Autora: N. Rojas)


Sobre todo: se divertían.

Hubo más, mucho más. Tanto que, cuando en una ocasión en la que conversé con una profesora del colegio (una mujer gruesa y desagradable, el remedo de un hipopótamo cautivo a quien le parecía una maravilla que un profesional ocupado le dedicase algún tiempo a esta juventud sin valores y sin futuro, al tiempo que pronunciaba las palabras con un excesivo amor por la letra ese) no pude comprender cómo demonios esas pobres almas no había acometido, en su momento y con total justicia, una versión caraqueña de Fuente Ovejuna.

Me preguntaba, me pregunté algunas veces ¿qué querían estos adolescentes de la literatura? La respuesta, naturalmente, era simple y honesta: querían que les sirviese para pasar el rato, para encontrar un poco de diversión, para aprender palabras y, con ella, aniquilar verbalmente a sus más adustos enemigos, para susurrarlas al oído de una jovencita enamorada y abrir, con ellas, esa cerradura pertinaz que tantas veces nos pone lejos de algún otro corazón.

Poco les interesaba (y hacían bien) cuán optimista, cuán políticamente correcto podía ser un texto. Lo mismo les daba si nos hablaba Kafka desde las preocupaciones de un padre de familia a si, por el contrario, un asesino en serie acometía con todo su potencial de malignidad y robaba, con astucia, el pétalo de una rosa.

Un participante enamorado solía componer breves historias en las que una de sus compañeras era, invariablemente, la protagonista de su relato. La versatilidad, los súbitos cambios de su amor en medio de la sesión de trabajo le hacían escribir historias en las que esta musa de metro cincuenta de estatura se convertía en una joven ejecutiva de algún emporio de la moda para, un instante después, por el dolor de una mirada esquiva, en un rapto de venganza, dejarla caer en la más melodramática de las miserias afectivas: un amante drogadicto, unos futuros hijos convertidos en casos perdidos, un culo grande y celulítico, a la manera de una matrona que entró en picada dentro del círculo de las desgracias.

Dudo (y lo dudo en serio) que estos adolescentes pudiesen considerar pertinente discutir cuánto les estaba liberando un cuento corto de Julio Cortázar. Habría sido como quitarle todo el encanto, toda la gracia. Habría sido, quizá, como discutir la importancia higiénica de lavarse las manos antes de acometer una hamburguesa con doble carne en algún puesto ambulante de la calle.

De un modo meramente tentativo, meramente intuitivo, creo que ya en ese entonces oscura, vagamente, creí comprender que el potencial liberador de la literatura está, precisamente, en el placer de recorrerla, en el encanto de descubrir sus fuentes, saltar entre sus textos, equivocarse, sufrir un poquito, replantearse la forma que tiene el universo. Oscuramente, comencé a comprender que leer, que escribir, es un acto liberador en la medida en que es personal, es íntimo, es honesto. Oscuramente creo haber deducido que los folletines de la novela rosa podían ser leídos, pero que existía algo especial, una emoción amplificada en la medida en que comenzaban a explorar esos otros textos a los que, de tanto en tanto, los profesores del colegio que conocí solían calificar como clásicos , cuando en realidad es una honesta idiotez venerarlos como un busto de mármol inaccesible sino que, por el contrario, el acto más sencillo, más humano, más pendenciero reside precisamente en tomarse de la mano, echarse a caminar con confianza por los senderos de esos caminos repletos de belleza.

En estos días pienso en esos compañeros de lectura. Pienso en todos los planes maravillosos que justo ahora algún burócrata debe estar ideando en una umbría oficina, en los textos que de tanto en tanto aparecen por ahí, en apariencia inspirados bajo la idea vagamente arcaica, vagamente alienada, que una revolución debe tener, a contrapelo, una literatura tan propia como los decretos oficiales, una bibliografía sencilla y esquemática que nos explique el modo como debemos ver el mundo, la acción que nos hará ser queridos por el semidios de turno. En fin, pienso en esos recursos gastados del poder y, sin embargo, apenas siento el susurro cansado de un suspiro. Me fastidia, me produce un aburrimiento largo y caluroso, como una carretera sola, pero casi no llega a inquietarme.

Una vez que descubres la belleza, una vez que eres fiel por un momento a la belleza terminas persiguiéndola, intuyéndola, anhelándola. Te haces adicto. Comprendes que solo puedes dejarte caer con los brazos abiertos, una y otra vez. Siempre. Esa, al menos, es mi fe.