Ferreterías
Tenía cara de llamarse Lucciano. Lucciano Strepponi, digamos. Ahora, me miraba fijamente con unos ojos diminutos que alguna vez, en un pasado remoto, debieron seguir el recorrido del sol en una tarde de verano sobre la cúpula de una iglesia de Salerno. Debía ser miope. Perdidamente miope, a juzgar por el vacío, por la inmensa perspectiva que se abría más allá de unos lentes que a estas alturas solo deben existir en las películas de los años setenta: un cristal grueso, recubiertos de una película verde sobre una montura de metal lustrado.
Tuve suficiente tiempo de detallarlo. Parado allí frente al mostrador de la ferretería no tenía, en realidad, otra cosa qué hacer. Sólo esperar. Alguna función aletargada de mi cerebro hacía esfuerzos por revolver un archivo de papeles desordenados donde debe estar archivado, con la misma indolencia de un funcionario, el listado de etiquetas verbales de las herramientas.
Es algo que me ha pasado siempre. Con lo que ya casi estoy dispuesto a aprender a vivir: casi nunca logro recordar los nombres de las herramientas, el conjunto de locuciones con los que debería nombrarse un utensilio ferretero, una llave, las partes que constituyen el herraje de un WC, los números de los tornillos, los nombres de los artefactos.
Puedo echar un vistazo en mis recuerdos y encontrar la imagen de una pistola de silicona, una remachadora, un puntero metálico. Comprendo (o creo comprender) en qué momento debe usarse una llave Allen y, de hecho, yo mismo he gastado alguna que otra hora muerta intentando decidirme por un hermoso juego de herramientas que alguna vez encontré en una ferretería por departamentos contra otro, más modesto, sin el estuche de plástico, que cierta tarde descubrí en otro lugar donde fui a comprar algo de pintura. Puedo saber todo eso, pero en el momento en que debo pedirlo en una ferretería es casi seguro que acabaré por olvidarlo.
Puedo convenir en que no es una tragedia, pero sí un inconveniente. Un inconveniente que se extiende a las zonas difusas del pasado más remoto. Para bien o para mal nací como el hijo de un artífice de las tecnologías eléctricas. Más: el hijo de un apasionado de la electricidad quien, durante años, tuvo entre sus principales orgullos formar parte de uno de los equipos más especializados en alta tensión eléctrica. Trabajaba y supervisaba en lo que, en jerga electrificadora, se llamaba (quizá todavía se siga llamando) trabajo en caliente: cientos de voltios provenientes de las centrales eléctricas que pasan justo sobre tu cabeza y ante los cuales te enfrentas sin apagar el switch o bajar una brequera, para decirlo de modo más o menos bárbaro. Ese, lo sé, era su orgullo. Ese, y la satisfación que sentía por el hecho de verme recitar de memoria en las fiestas familiares unos poemas fastidiosos e interminables que yo solía intercalar con la lectura apasionada del diccionario. (El diccionario lo leía en privado, se entiende: era un pasatiempo sereno y solitario, como todos los que valen realmente la pena).
Aun hoy, cuando ya está retirado y vive en ese lugar encantado que es el hedonismo de las pequeñas tareas hogareñas, a veces puedo ver a mi padre explicarme con una vaga ilusión el modo como funciona una bobina, el sentido de un cableado, el propósito de un puente eléctrico. Hará cosa de dos o tres años, acabé pidiéndole que me ayudase a cambiar el enchufe de un cable suelto del termo del calentador que, con dudosa pericia, yo había logrado desmontar en la casa de mi madre, su ex-esposa. Estoy absolutamente convencido que esa ocasión, en la que papá divagó, vestido con un bermudas de cuadros y una camiseta blanca entre los helechos del patio de su casa en torno al problema de las centrales hidroeléctricas, (que en su tiempo conoció al dedillo, entre planos, manuales de operación e imágenes apoteósicas), fue, al menos para el, una tarde memorable.
En cierta forma, supongo que lo entiendo. Por mi parte, al menos, no me cuesta admitir que admiro con indolencia la prestancia de las sierras y las caladoras e incluso, puestos a recordar, guardo la nítida memoria infantil de la casa de unos amigos de la familia donde vi por primera vez una perfiladora de canto que algún carpintero demorado dejó reposar entre un día de trabajo y otro y que me deparó una tarde solitaria de juegos y experimentaciones entre estatuas de yeso que tocaban la cítara y fuentes de querubes que orinaban desde la eternidad de su silencio. Pero aunque eso es así, aunque esas palabras tienen un significado preciso, un valor pragmático, una insinuación deseable de género, de todas formas soy funcionalmente incapaz de explicar en una ferretería que estoy buscando una bisagra simple, con la que espero superar el sonido demasiado agudo de una puerta, aun cuando la imagen de la bisagra se dibuja con total nitidez en mi propia imaginación.
¿Qué sentido tiene que ahora pueda recordar que un tornillo tirafondo muestra un diseño audaz, caracterizado por una punta afilada y un cuidado recorrido de surcos?¿De qué me sirve saber, por ejemplo, que un remache de acero siempre me hace recordar la forma de un sable muy bien pulido y de punta roma, como en una película galáctica con estética Art-déco? Soy materialmente incapaz de recordar que una guía es, precisamente, una guía. En caso de necesitarla, puedo tener la seguridad de terminar haciendo una explicación triste y patética donde no faltarán gesticulaciones, movimientos de dedos, alusiones caracterizadas por los diminutivos. Para pedir una guía, en caso de necesitarla, no me quedaría más remedio que referirme a una cosa que se parece como a un carrilito sobre el que se mueve una gaveta.
Sí, el resultado no es trágico, pero es lamentable. El resultado era justo lo que estaba ocurriendo justo en ese momento, frente de Lucciano Strepponi quien, en su silencio miope, reproducía la misma cara de desolación que durante tantos años le vi a mi padre. Yo hacía lo que podía, hacía mi mejor esfuerzo. Un conectorcito. Le decía, juntando el dedo medio con el índice. Don Lucciano Strepponi también hacía lo posible, trataba de entender, pero era obvio que igual se exasperaba. Ma, pero qué e´ eso de uno conetorcito, bambino, decía, juntando por su parte la punta de sus dedos regordetes y peludos. Visto desde la vitrina de su ferretería cualquier podría pensar que se afanaba en contar al detalle la historia de unos bucatinis al dente que su esposa había cocinado esa tarde para el almuerzo. Pero no, no era cierto. Apenas si luchábamos con un abismo de incomunicación, con un precipicio lamentable al que ni siquiera podría asistirle el consuelo de ser un vacío filosófico.
Una incognita. Una verdadera incógnita, después de todo. Incluso hoy, varios días después, no logro entender por qué motivos casi puedo recordar todas las declinaciones en latín y, en cambio, puedo olvidar algo tan simple como el modesto nombre de un adaptador de enchufe con polo a tierra.
Imagen vía: Casa Villas
Tuve suficiente tiempo de detallarlo. Parado allí frente al mostrador de la ferretería no tenía, en realidad, otra cosa qué hacer. Sólo esperar. Alguna función aletargada de mi cerebro hacía esfuerzos por revolver un archivo de papeles desordenados donde debe estar archivado, con la misma indolencia de un funcionario, el listado de etiquetas verbales de las herramientas.
Es algo que me ha pasado siempre. Con lo que ya casi estoy dispuesto a aprender a vivir: casi nunca logro recordar los nombres de las herramientas, el conjunto de locuciones con los que debería nombrarse un utensilio ferretero, una llave, las partes que constituyen el herraje de un WC, los números de los tornillos, los nombres de los artefactos.
Puedo echar un vistazo en mis recuerdos y encontrar la imagen de una pistola de silicona, una remachadora, un puntero metálico. Comprendo (o creo comprender) en qué momento debe usarse una llave Allen y, de hecho, yo mismo he gastado alguna que otra hora muerta intentando decidirme por un hermoso juego de herramientas que alguna vez encontré en una ferretería por departamentos contra otro, más modesto, sin el estuche de plástico, que cierta tarde descubrí en otro lugar donde fui a comprar algo de pintura. Puedo saber todo eso, pero en el momento en que debo pedirlo en una ferretería es casi seguro que acabaré por olvidarlo.
Puedo convenir en que no es una tragedia, pero sí un inconveniente. Un inconveniente que se extiende a las zonas difusas del pasado más remoto. Para bien o para mal nací como el hijo de un artífice de las tecnologías eléctricas. Más: el hijo de un apasionado de la electricidad quien, durante años, tuvo entre sus principales orgullos formar parte de uno de los equipos más especializados en alta tensión eléctrica. Trabajaba y supervisaba en lo que, en jerga electrificadora, se llamaba (quizá todavía se siga llamando) trabajo en caliente: cientos de voltios provenientes de las centrales eléctricas que pasan justo sobre tu cabeza y ante los cuales te enfrentas sin apagar el switch o bajar una brequera, para decirlo de modo más o menos bárbaro. Ese, lo sé, era su orgullo. Ese, y la satisfación que sentía por el hecho de verme recitar de memoria en las fiestas familiares unos poemas fastidiosos e interminables que yo solía intercalar con la lectura apasionada del diccionario. (El diccionario lo leía en privado, se entiende: era un pasatiempo sereno y solitario, como todos los que valen realmente la pena).
Aun hoy, cuando ya está retirado y vive en ese lugar encantado que es el hedonismo de las pequeñas tareas hogareñas, a veces puedo ver a mi padre explicarme con una vaga ilusión el modo como funciona una bobina, el sentido de un cableado, el propósito de un puente eléctrico. Hará cosa de dos o tres años, acabé pidiéndole que me ayudase a cambiar el enchufe de un cable suelto del termo del calentador que, con dudosa pericia, yo había logrado desmontar en la casa de mi madre, su ex-esposa. Estoy absolutamente convencido que esa ocasión, en la que papá divagó, vestido con un bermudas de cuadros y una camiseta blanca entre los helechos del patio de su casa en torno al problema de las centrales hidroeléctricas, (que en su tiempo conoció al dedillo, entre planos, manuales de operación e imágenes apoteósicas), fue, al menos para el, una tarde memorable.
En cierta forma, supongo que lo entiendo. Por mi parte, al menos, no me cuesta admitir que admiro con indolencia la prestancia de las sierras y las caladoras e incluso, puestos a recordar, guardo la nítida memoria infantil de la casa de unos amigos de la familia donde vi por primera vez una perfiladora de canto que algún carpintero demorado dejó reposar entre un día de trabajo y otro y que me deparó una tarde solitaria de juegos y experimentaciones entre estatuas de yeso que tocaban la cítara y fuentes de querubes que orinaban desde la eternidad de su silencio. Pero aunque eso es así, aunque esas palabras tienen un significado preciso, un valor pragmático, una insinuación deseable de género, de todas formas soy funcionalmente incapaz de explicar en una ferretería que estoy buscando una bisagra simple, con la que espero superar el sonido demasiado agudo de una puerta, aun cuando la imagen de la bisagra se dibuja con total nitidez en mi propia imaginación.
¿Qué sentido tiene que ahora pueda recordar que un tornillo tirafondo muestra un diseño audaz, caracterizado por una punta afilada y un cuidado recorrido de surcos?¿De qué me sirve saber, por ejemplo, que un remache de acero siempre me hace recordar la forma de un sable muy bien pulido y de punta roma, como en una película galáctica con estética Art-déco? Soy materialmente incapaz de recordar que una guía es, precisamente, una guía. En caso de necesitarla, puedo tener la seguridad de terminar haciendo una explicación triste y patética donde no faltarán gesticulaciones, movimientos de dedos, alusiones caracterizadas por los diminutivos. Para pedir una guía, en caso de necesitarla, no me quedaría más remedio que referirme a una cosa que se parece como a un carrilito sobre el que se mueve una gaveta.
Sí, el resultado no es trágico, pero es lamentable. El resultado era justo lo que estaba ocurriendo justo en ese momento, frente de Lucciano Strepponi quien, en su silencio miope, reproducía la misma cara de desolación que durante tantos años le vi a mi padre. Yo hacía lo que podía, hacía mi mejor esfuerzo. Un conectorcito. Le decía, juntando el dedo medio con el índice. Don Lucciano Strepponi también hacía lo posible, trataba de entender, pero era obvio que igual se exasperaba. Ma, pero qué e´ eso de uno conetorcito, bambino, decía, juntando por su parte la punta de sus dedos regordetes y peludos. Visto desde la vitrina de su ferretería cualquier podría pensar que se afanaba en contar al detalle la historia de unos bucatinis al dente que su esposa había cocinado esa tarde para el almuerzo. Pero no, no era cierto. Apenas si luchábamos con un abismo de incomunicación, con un precipicio lamentable al que ni siquiera podría asistirle el consuelo de ser un vacío filosófico.
Una incognita. Una verdadera incógnita, después de todo. Incluso hoy, varios días después, no logro entender por qué motivos casi puedo recordar todas las declinaciones en latín y, en cambio, puedo olvidar algo tan simple como el modesto nombre de un adaptador de enchufe con polo a tierra.
Imagen vía: Casa Villas
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