27 de marzo de 2007

Hace mil años


El tío Antonio estudió medicina en la ULA en la época en la que Mérida, igual que París, debió ser una fiesta. De esos años, el tío Antonio trajo de vuelta una barba poblada, una benévola enfermedad venérea pescada como una trucha en las aguas tumultuosas de alguna fiesta hippie, una cantidad de afiches ultrosos y una caja de LPs con música vagamente subversiva y poética.

Muchos de esos discos eran discos de Joan Manuel Serrat.

Eran los setenta y yo era un niño. Un niño conversador, de cabello castaño oscuro y entradas arriesgadas a ambos lados de la cabeza. A veces, el tío Antonio me llevaba con él al negocio de un amigo: una mezcla de tienda deportiva con juguetería que, para mi, era una Arcadia soñada, un territorio que mejoraba cualquier apunte de la fantasía. En esos paseos el tío Antonio escuchaba los cassettes de Serrat en el reproductor del Renault del abuelo en tanto la ciudad, con sus edificios construidos por italianos y sus comercios árabes, iba pasando junto a mi, como en una película minimalista de cine mudo. Recuerdo que los seguía escuchando cuando, tiempo después, él mismo se compró un Nova de color verde y de línea arriesgada, en el registro ingenuo de las que, para entonces, eran las fantasías futuristas. También ocurría que en ocasiones, cuando mamá tenía que dejarme por unas horas en la casa del abuelo, entonces el tío Antonio o algunas de mis tías (muchas gráciles, de ojos verdes, azules o miel y cuerpos vertiginosos a quienes solía querer abrazar a solas sin saber muy bien por qué) colocaban un disco de Serrat y se tumbaban a leer y a fumar en un sillón de mimbre contra una ventana desde la que podía verse, en el exterior, un jardín que incluía el abanico de una palmera y algunos arbustos asechados por las enredaderas.

De pronto Serrat estaba en todas partes. Comenzó estar en mi propia casa, en tardes silenciosas y rojas en las que yo jugaba en un patio repleto de árboles y mamá, calladamente, hacía sonar sus canciones en un viejo todacadiscos RCA Victor de color plateado. Recuerdo mirar los árboles con el soundtrack del titiritero. Acometer una invasión apache con el sonido de fondo de los poemas de Miguel Hernández. Sin saberlo, sin siquiera registrarlo entonces, Serrat pasó a ser una canción que se quedó fijada fuertemente en un lugar de ese territorio remoto que es la infancia, en esa habitación de luces y esplendores que flotan en un lugar agradecido.

Vine a tropezarme con él años después, cuando llegué a Caracas, escapado de esa ciudad amplia y plana donde siempre volaban los pájaros y donde se quedó para siempre una versión de la vida. Entonces comencé a vivir en un apartamento de esa zona irónica de la ciudad llamada El Paraíso, junto a una academia musical donde unas señoritas tenaces malograban las notas musicales de un piano de cola sobre el sonido de las cornetas y el rugido de los motores. Era un apartamento con sofás de estética funcional, con ceniceros futuristas y móviles que imitaban las estructuras del arte cinético, invadido por el olor de unos árboles de botánica imprecisa que, de pronto, dejaron de oler de una vez y para siempre.

Para ese entonces amaba a una adolescente de caderas amables con una piel que me hacía recordar las mujeres imposibles que habitaban los cuadros de Botticelli. El aroma de esa mujer, el sabor de su saliva, comenzó a mezclarse con el sonido de Serrat, con el crujido de las chicharras en una madrugada de un chalet pobre y desolado donde recorrí con avidez el vacío tembloroso que se formaba en su vientre iluminados por el fuego impreciso de una chimenea. Pero Serrat sonó sobre todo, y sonó duro, en la época en que todo había terminado y yo miraba la noche de Caracas (sus noches frías de Enero) fumando un cigarrillo en el balcón, junto a una maseta de geranio muertos.

De esa época yo recuerdo, sobre todo, el placer de una canción en plena madrugada, como quien da golpecitos con una batuta sobre el atril antes del inicio de un Allegro molto, o lo que es más o menos mismo, el despertar de todo una época de vértigo. La canción es esta.

Imagen vía: trovadores.net