14 de abril de 2007

Cortos


Saltando entre las ríspidas marejadas weblog, me encontré hace cosa de unos días con una encuesta sobre los mejores libros de relatos publicados entre 1982-2007, propiciada por Miguel Ángel Muñoz desde El Síndrome Chéjov inspirada (o incluso, sanamente agitada) por el listado de las 100 mejores novelas en lengua española de los últimos 25 años que lanzó la revista Semana de Colombia. Dice, o decía Muñoz, hace unos días:

Por supuesto, nadie esperaba que se ocuparan de los cuentos, fácilmente desterrados de la lista. No son ficción, muchos de los autores presentes en la lista no son además cuentistas, en fin, la cosa al respecto es tan grosera, que no vamos a comentarla. Simplemente, para esa lista ya estamos nosotros. Vamos a hacer una lista alternativa, con la ayuda de todos vosotros.Y como no somos discriminadores, vamos a elegir no sólo en lengua española, sino en cualquier lengua, a excepción del esperanto, que, como dice Trapiello en sus diarios, tiene mucho del esperpento. Y al revés.

La idea lleva, desde luego, toda la razón.

Creo recordar que leí la propuesta en un momento en el que, sentada en mis piernas, la niña Argonáutica hacía un meritorio esfuerzo por lanzarse a escribir sobre el teclado de la máquina en su misteriosa lengua pediátrica, de modo que me conformé con hacer una nota mental y proponerme pensar un poco en el asunto y caminar hasta el balcón con el propósito de mirar junto a ella el brillo alucinado de los cielos de abril.

Nunca completé la lista de esos cinco mejores libros de cuentos posteriores a 1982. No lo hice para la encuesta y no logré siquiera hacerlo para mi mismo, como un ejercicio consolador en momentos de demasiado tráfico. Es cierto que pensé en Birds of America, de Lorrie Moore (al que sólo he leído de forma incompleta, pero decisiva). Pensé en Interpreter of Maladies, de Jhumpa Lahiri, aunque quizá sea un libro clave solo para unos pocos: aquellos lectores que pueden conmoverse con una sensibilidad específica hecha de emociones breves, del color de las hojas del otoño. Recordé, también, ese ostinato de adolorida y cínica belleza que es Delito por bailar el chachachá, de Cabrera Infante... no logré ir más allá. Habría deseado pensar en un libro de Carver, pero aunque lo he leído con fascinación y sorpresa, siempre ha sido una lectura parcial, en el telescopio de sus muchas antologías.

El ejercicio me sirvió para descubrir, con sorpresa, que todos los otros libros de cuentos que, dentro de mi sentido del gusto, merecerían ser considerados como muy buenos, los libros a los que suelo volver una y otra vez, los libros que, me parece, terminaron por enseñarme algo importante sobre el universo cerrado de un relato se escribieron mucho antes. Incluso, muchos años antes.

Pienso en Chéjov, en el fulgor de Cortázar, pienso incluso en episodios aparentemente modestos como algunas páginas de La Magadalena peruana y otros relatos de Bryce Echenique, un libro que quizá me pueda parecer fulgoroso por la época en la que lo leí, por el fragor de tantos descubrimientos que entonces estallaron por todas partes.

El mismo Carver, quien al final de sus días escribió uno de los libros de ensayo más hermosos que he leído en toda la vida, La vida de mi padre (cuyo texto que le da título se puede leer aquí en inglés, y aquí en español) comentaba alguna vez que su principal influencia literaria habían sido sus hijos. Su influencia literaria tenía algo que ver con una tarde de un sábado remoto, intentando pescar una lavadora libre en una lavandería de pago atestada de gente, con el modesto horror de no tener tiempo, de estar cansado, de sentir que las cosas más menudas de su vida eran demasiado inmensas, demasiado pesadas como para pensar que podría seguir tirando de ellas: llevar a los niños a una fiesta esa misma tarde, conseguir el dinero de la renta, hacer que por el amor de dios se sentaran si quiera por un momento.

Hablar de las influencias literarias, naturalmente, es también otra forma de hablar sobre aquello que es memorable, duradero. Y eso es cierto aunque uno no tenga el propósito de escribir una sola palabra dentro de un texto, aunque uno no piense decir que escribe cuentos ni en sus sueños más locos.

Hoy acabo de ver los resultados de ese experimento participativo. Dio así: Catedral, de Raymond Carver (1983): 18 votos; Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón (1992): 14 votos; Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño (1997): 9 votos.

Naturalmente, casi es innecesario decir que debe tratarse de una muestra bastante marcada por el modo como se mueve el asunto narrativo en el gusto español que, infiero, debe representar parte importante de las personas que dejaron allí sus opiniones lectoras. No sé si seré yo, pero al menos eso es lo que puedo pensar cuando descubro un libro como Velocidad de los jardines, que no es sólo un bello título, sino que es además un autor y un libro sumergidos en lo más profundo de mi desconocimiento. Sin embargo, lo que más me sorprende descubrir es que Llamadas telefónicas de Bolaño pueda ser visto como parte de lo mejor que se han escrito en estos 25 años.

Me han dicho que existe un fenómeno frecuente en los blogs literarios de destapar discusiones desesperadas respecto a Bolaño. De hecho, todo parece indicar que existe una noción cursi y alejada del propio Bolaño, como es el hecho de ser Bolañero. O peor: Antibolañero. La discusión me es, después de todo, aburrida e indiferente. Peor: me termina pareciendo de una desagradable afectación histérica, entre episodios de conversión, ojos en blanco, imitaciones patéticas de Linda Blair en una escena de The Exorcist. En lo personal, creo que aun hoy, no termino de reponerme del todo de la vertiginosa sensación de haber leído Los detectives salvajes, una novela que sabe estallar en las manos con la misma fuerza de un artefacto de ingeniosos explosivos. Aún así, hay que decir que Llamadas telefónicas es un librito prescindible e insustancial que, en más de un momento, le hace sospechar a uno que podría tratarse del típico libro de quien necesita redondear una edición, cumplir con una cláusula del contrato con la editorial, o incluso ilusionarse con la idea de pescar algunos royalties en un momento repleto de apuros familiares.

Llamadas telefónicas, me parece, vale por su autor. No por sí mismo. Vale por el hecho humano, demasiado humano, de mirar a un portento de la literatura escribiendo unos modestos borradores que, siendo honrados, bien podríamos encontrarle a un oscuro adolescente de un taller literario con la cabeza llena de caspa y el corazón desolado por imágenes calenturientas. En algún lugar, en alguna esquina, puede ser que salte de tanto en tanto un gesto llamativo que nos puede hacer pensar en otro página suya, en la prehistoria de un futuro descubrimiento. Vale como arqueología. Vale como consuelo.

Ahora, pensar que en los últimos veinticinco años sea tan difícil rescatar un listado de libros esenciales me hace pensar (y no sé si realmente me importa) que seguimos siendo contemporáneos del mismo centro del siglo XX. Ese lugar donde nacimos. Ese lugar que no termina de irse del todo. Una película que se proyecta en un cine solo donde, en algunas noches, asistimos entrecerrando los ojos, tanteando la gamuza de las butacas, buscando a nuestros padres. Buscándolos con insistencia: aun sabiendo que ya los hemos perdido hace mucho tiempo.

Imagen vía: Argos 11: narrativa
Autor: Alfonso Ayala (Óleo y acrílico sobre fibracel, 40 x 50 cm)