Leer Pantallas
Es casi una imagen de la prehistoria: el rostro de J., uno de nuestros profesores jóvenes de ese año, se ilumina alternativamente con el cambio de colores casi crudos del monitor. Nos muestra un hallazgo sorprendente: el Gopher. Nos dice que ha sido desarrollado apenas uno o dos años atrás, en 1991, en la Universidad de Minnesota. Nos dice que es un sistema de comunicación que funciona por ramales, que su desarrollo permitirá, en una fecha no muy lejana, compartir textos completos de información con todo el mundo. En no mucho tiempo no hará falta ir a las bibliotecas, todo va a estar aquí, nos dice, acariciando el costado del monitor. Hacemos una prueba de consulta y encontramos algunos abstracts. Encontramos un par de papers digitalizados. M. y yo nos miramos sorprendidos. No lo sabemos, pero M. es una rubia furiosa junto a quien varios años después, en un salto disparatado dentro del confuso ajedrez de las pasiones, acabaré por compartir la mitad de una cama en el año que vivimos peligrosamente. El trabalenguas de una world wide web, tal como la conocemos ahora, aun no existe. Son tres tristes tigres que habitan el mismo sueño compacto de los personajes trasnochados de la novela de Guillermo Cabrera Infante. El sueño de una red 2.0 es todavía algo más remoto.
Es el mismo J. quien nos dirá, ese mismo día, que podemos tener una cuenta de correo electrónico. M., endemoniadamente razonable, piensa que para qué, si no conoce a nadie con una dirección electrónica a quien escribirle. Yo tampoco conozco a nadie que la tenga, pero igual voy a la oficina de computación (un lugar frío, de ladrillos rojos) y la abro. Me atiende una alemana de consonantes rígidas que me hace sentir, al salir, que acabo de ingresar a una sociedad secreta. Dos, tres días después, hago el tiempo para entrar a un laboratorio de la universidad a enterarme de qué podrá ir la cosa. Descubro que el interface consiste en una plantilla anodina, en blanco y negro, con caracteres que simulan los créditos de las películas espaciales de los años 80. Aun así, es dinamita. Un sputnik atrapado en el rectángulo de un teclado. La plataforma tiene la opción de suscripción a un primitivo grupo de discusión. Me apunto a una lista sobre el pensamiento anarquista. No vale de mucho, pero aún así, de tanto en tanto, intercambio correos con otro usuario que vive en Copenhagen y que escribe en un inglés apenas un poco menos bárbaro que el mío. Suelo sentir algo parecido al vértigo y al cansancio el día en el que intercambiamos tres o cuatro correos, el equivalente a un viaje de más de 513642 mil kilómetros de distancia, entre idas y vueltas. Regreso a casa esa noche sabiendo que allá llueve copiosamente y que él ha comido un pastel de carne cocinado por su abuela. Por primera vez tengo la sensación física del mundo como un lugar muy pequeño.
Como tantos otros sueños, como tantas otras imaginaciones, los años 90 nos convidaron a creer que el desarrollo sostenido de las comunicaciones digitales cambiarían el mundo de un modo decisivo. Yo lo creí. Lo creí al punto que, casi al final de mi carrera, tomé un seminario apresurado sobre el que entonces era un novedoso campo de estudio: el tópico de Human-Computer Interaction. Me aburrí hasta el límite del bostezo. Aun así, me sirvió para comprender algo. Esto: el desarrollo de las nuevas tecnologías podría cambiar sustancialmente nuestras plataformas de intercambio de información, lo que no lograría, lo que no podría lograr jamás, sería que pudiésemos hacer algo con ella distinto a lo que entonces éramos una década atrás, a lo que somos y seguiremos siendo. Tendríamos nuevas herramientas, pero esas herramientas no podrían modificar nuestra actitud hacia nuestros prodigios y miserias.
Es lo que he sentido todos estos años: la navegación como un viaje desde una ventana que señala nuestros arrabales humanos, nuestros fastuosos edificios ilusionados. Leemos pantallas. Esas pantallas comienzan a tener sentido en la medida en que nos acercamos como lectores a ciertas ópticas que apreciamos, a ciertos ángulos que por motivos aun sutiles compartimos.
Hoy, a mucho más de diez años de esos esplendores pasados, estoy seguro que navego en internet de un modo que, a su manera, intenta ajustarse a mi propia mirada como lector, mis propias pasiones verbales: con un decidido interés por el detalle, con un desigual interés por lo desmesurado. Era natural, entonces que así me terminase de pasar con los blogs, esa otra herramienta para lo banal o lo esplendoroso de los últimos años. Siempre hay algo. Sin ir demasiado lejos esta semana, entre otras sorpresas, rescato estas dos: la primera se llama Flores Rosas y es un post bellamente escrito por Ludmilla. La segunda hermosa sorpresa se titula dos años en la vida y está firmado y fotografiado con amoroso detalle por mi buena amiga Lennis Rojas en una acera de esta ciudad un poquito marchita.
Son hallazgos de ese tipo por lo que pienso, a casi un siglo de distancia del gopher y sus caducos archivos impersonales, que no está tan mal vivir en Babel, después de todo. No lo está, incluso, al considerar lo que casi es un último rescoldo de utopía ingenua y libertaria: aceptar que aun los desechos tienen algo qué decir en un torbellino vertiginoso que palpita en todo el mundo. Esa condición está, tienen que estar, dentro de los daños asumidos. Una red repleta de materiales prescindibles no tiene por qué llevarnos a la amargura. Existen, en contra partida, otros pequeños prodigios dispersos, hermosos episodios de intimidad y literatura. Lo demás, el resto, es el precio que pagamos para poder encontrarlos. Es, después de todo, otro modo de hacer que todo esto se parezca a la vida misma.
Imagen vía: macpro
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