Estilo
Estaba lejos de ser, para mis males, el tema que más pudiese preocuparme en estos días; pero, aún así, de tanto en tanto (atrapado en una tranca, mirando el atardecer desde el balcón, iluminado por la pálida de luz de la mesa de noche, en fin, existiendo) me sobrevenía una curiosidad vagamente impersonal sobre cuál podría ser la próxima entrada para estas Argonáuticas.
El problema, me parece, implicaba un problema de estilo. O mejor: una diminuta y a su manera fascinante incógnita literaria.
Era la siguiente: después de pasarme unos cuantos días ocupado en aceitar ese experimento documental que es La Gramática de las Neolenguas, donde llevo dicho al menos una parte de lo que al menos a mí me interesa decir en esta mala película mexicana que vamos siendo. Después de mirar unas cuantas veces la imagen que antecede este post. Después de realizar una llamada telefónica a un hotel que no conozco y cuya recepcionista comenzó a explicarme con una exaltación algo desquiciada la cantidad de tanquetas militares que, justo a esa hora, pasaban frente a la puerta de vidrio. Después de mirar el rostro más hermoso que he visto en mi vida: el rostro redondeado de mi hija de casi ocho meses, inquieta por los sonidos de la calle, por las conversaciones que escucha junto al teléfono, por la misma inquietud de esa otra belleza de ojos grandes que es su mamá. Después de gastar una que otra hora enviando correos electrónicos sobre el país a un montón de personas que están lejos, la sola idea de lanzar un post sobre casi cualquier diletantismo literario me parecía (no deja de parecerme) poco menos que un gesto análogo a la socorrida imagen de un músico que toca el violín en la cubierta de un barco que, para decir la verdad, no queda más remedio que admitir que se hunde con dramática pereza desde popa. O peor: una ocupación casi tan melancólica como ponerme a contemplar las maripositas y las pimpinitas de colores que podría sugerir el programa vagamente ochentoso del supuesto encuentro mundial de la poesía bolivariana, o como sea que pueda llamarse ese acto de provincianismo global que ocurrió sin pena ni gloria la semana anterior.
Podrá ser, de pronto, un simple reflejo condicionado de amor por la literatura, una fascinación inmoderada por la simetría, el sentido de la secuencia, el aletazo de lo armónico, pero cuando la imagen que antecede a este post implica el dramatismo de dos estudiantes universitarios a punto de recibir un poquito de democracia protagónica, cuando la última protesta estudiantil de la semana pasada casi fue persuadida a palos por los facis de combattimento bolivarianos, la sola posibilidad de lanzarme a hablar sobre la maravilla que es la versión anotada del Lolita de Nabokov que me acaba de llegar hace un par de meses me parece de una discontinuidad estética que, por decir lo menos, al menos a mí me resulta escandalosa. Es como si uno terminase de leer un capítulo del Paradiso de Lezama Lima y, al pasar la página, de pronto se encontrase con un manual de instrucciones para instalar tendederos plegables.
Podía, naturalmente, hacer un update sobre esto que vamos siendo, sobre esta dificultad para rechazar con serena autonomía la idea que un país tiene que vestirse de verde oliva y seguir con mansa estupefacción los reaños y la mala leche de un caudillo obeso, parlanchín y fastidioso: pero eso es, precisamente, lo que estoy haciendo en La Gramática de las Neolenguas, ¿para qué hacerlo aquí también en el mismo registro? El caso es que, sencillamente, me parecía que debía existir un modo más interesante de hacerlo.
Estaba en eso, gastando el rato en dar vueltas entre un lado y otro, cuando esta noche, de pronto me encontré con un post de Iria Puyosa desde Rulemanes para Telémaco.
Al leerlo, comprendí que era justo así como debía haber pensado que debía continuar con estas Argonáuticas.
Recordé, además, aquella hermosa idea que en su momento dejó escrita Italo Calvino: hay ciertas cosas que sólo pueden ser dichas desde la literatura, con el lenguaje, con la forma de conocer que esconde la literatura.
El post al que me refiero es esta maravilla:
Una mañana, tras un sueño intranquilo, I. P. se despertó en un cuerpo con algo de sobrepeso, pero claramente un cuerpo de mujer, no del todo repugnante. Fue al baño a realizar la rutina de higiene, lavarse los ojos, orinar, cepillarse los dientes. Fue a la cocina, tomó agua, se sirvió café. Regresó al cuarto, todavía persona con sueño, tomó el libro Teoría de la acción comunicativa, que quería releer y se dirigió a su pequeño escritorio. Encendió la radio para buscar música que sirviera de fondo a la lectura y al café. En la primera emisora que se sintonizó en la radio, mencionaban el nombre de una persona a quien I. P. había conocido casi 20 años atrás, un profesor de periodismo, ahora diputado. Quien hablaba, parecía ser un periodista u otro profesor universitario (quizás ambas cosas) y fue mientras lo escuchaba que I. P. se convirtió en un monstruoso insecto, un bicho repugnante sin ética.
—¿Qué me ha sucedido?-se preguntó, mientras en la radio seguían hablando de la misión Boves.
En ese mismo momento, otras 300 mil personas sufrían la misma inusitada metamorfosis. Algunos mientras dormían, otros mientras iban en la cola, otros mientras estaban en clase. Algunos mientras hablaban en la radio.
Imagen vía: Fauna Africana.
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