9 de agosto de 2007

Como quien mira posar a un cisne



La gente quiere muchas cosas. Entre las muchas cosas que quiere, la gente quiere que los escritores se parezcan a los cómodos personajes de sus sueños, a sus pequeñas y mezquinas clasificaciones. Sujetos redondos, pedagógicos, esencialmente inefables. Un viejito con barba atornillado a una silla de madera resguardado por el silencio monótono de una biblioteca. Una señora de lentes con monturas de carey y una neurosis en el fondo algo patética, pero de todos modos legendaria. De tanto en tanto un personaje excéntrico e inocuo. La mirada extraviada, la dificultad para recordar una dirección. El amor desmedido por los gatos y las serigrafías babilónicas. Algo de alcohol, de acuerdo, pero por favor que no se ponga demasiado pesado y, sobre todo, que no deje caer los canapés sobre la alfombra recién lavada.

Un escritor, en esa misma línea, debe permanecer al margen de los asuntos cotidianos. Puede conocerse su domicilio: la imagen de un ventanal desde el que, se dice, el escritor suele mirar el atardecer al tiempo que piensa en cierto problema respecto a las sinécdoques de su próxima novela. Se puede tolerar que, de tanto en tanto, saque el perro los domingos y compre el periódico vestido con unas bermudas de cuadros y unas pantuflas de cuero coquetamente descoloridas. Pero es preciso que se evada de las taquillas telefónicas. Es necesario que prescinda de las colas de los bancos. Sería espantoso, siguiendo ese esquema bobalicón, verle gritar en una tienda de mascotas porque no encuentra los empaques de alpiste, o criticar con acritud el poco abastecimiento de atún en latas en un supermercado al tiempo que blande una triste zanahoria en la mano.

Semanas atrás estallaba algo así con la noticia del divorcio de Salman Rushdie. Cientos de páginas registraban los comentarios furiosos de sus lectores anonadados no tanto por el divorcio, sino por el hecho de haberse casado con quien lo había hecho. ¿Cómo era posible que el viejo Rushdie hubiese podido perpetrar un matrimonio con la modelo y presentadora de televisión Padma Lakshmi quien, entre algunas otras deficiencias como esposa de un escritor contaba con el notorio hecho de ser desesperadamente hermosa? A propósito de eso, recuerdo haber leído que alguien decía, atropellando un inglés repleto de imprecisiones: ¡Dios, a quién se le ocurre que un tipo tan feo pueda estar casado con una belleza así: es como que a uno lo obliguen a ver la bella y la bestia todo un día!

Incluso las ideas más o menos bien intencionadas, como era el caso de una entrevista reciente poco antes de su divorcio, parecía querer tomar partido a favor de la pasión de Rushdie por las mujeres hermosas a través del dudoso argumento de sugerir que, después de todo, se trataba de una muchacha inteligente. La parte que viene a cuento decía así:

His highly publicized move to New York -- from London, where he'd made his home for 30 years -- in 2000 was eclipsed only by his relationship with Padma Lakshmi, a 20-something international model, originally from southern India. But don't write her off because she's beautiful: Lakshmi speaks four languages, is the author of a bestselling cookbook and the host of a FoodTV network cooking show, Padma's Passport. "To Indian people," Lakshmi has been quoted as saying of Rushdie, "he's as large as Faulkner or Hemingway, and when I think about that, I wonder when he's going to figure out that I'm just a silly girl."

En tales condiciones, el divorcio de Rushdie casi terminó por convertirse en una buena noticia a favor del estado de las cosas. O peor: una revelación sobre el verdadero modo en que debían marchar los asuntos de la literatura.

¿Por qué demonios Rushdie no podía casarse con una mujer hermosa quien, además, también quería casarse con él?¿Qué esperaban, que se enamorase de un marsupial?¿Que cortejase con pasión insana a una bibliotecaria por el sólo hecho de saberse de memoria las cotas de todos los libros helénicos? Es evidente que Rushdie operaba como puede operar cualquier sujeto relativamente avispado: deseoso por hacer la mejor vida posible. Deseoso por tener a su lado a quien mejor le pueda parecer, independientemente de cuánto pueda eso parecerse a lo que podría desear o no desear el espectro de William Shakespeare.

Lo mismo ha pasado desde este otro lado del atlántico con las noticias sobre los plagios en los que, al parecer, habría incurrido el viejo Bryce Echenique. JorgeLetralia cita en un reciente post esta entrevista de Maribel de Paz, publicada en Caretas:

Tuve un primer retorno frustrado y me fui enfermo de tristeza. Llegué en un mal momento, justo el final de Fujimori. Desarrollé una paranoia a todo. Muchas cosas me agredían, la fealdad de muchos sitios. Fue una espiral de locura y terminé en un hospital en Barcelona. Huía, huía, la paranoia estaba dentro de mí, la llevaba por donde iba, el Perú me perseguía por todos lados. Rodrich ya se insinuaba detrás de una puerta, ja, ja. Pasé una temporada en un hospital psiquiátrico atado en un calabozo o algo así. Y pastillas e inyecciones y calmantes y quitarte la copa por completo.

–Con un síndrome de abstinencia espantoso, me imagino.

–Brutal. Brutal. Sin embargo, la recuperación fue impresionante. Fue en una psicoclínica en las afueras de Barcelona. Un manicomio. Un sitio entretenidísimo.

El mismo JorgeLetralia hace una síntesis justa de la entrevista, cuando comenta:

Acusa a alguien y después dice que no puede afirmar nada al respecto. Dice que no tiene secretaria, que en su momento le echó la culpa a “la secretaria” para darse importancia. Que no recuerda si lo plagió o si lo plagiaron (o algo así). Que el plagio es “un acto de admiración, de cariño”, pero también que llamar a alguien “maricón o plagiario” es un insulto. Creo que lo más coherente que dice tiene que ver con hospitales siquiátricos y alcoholismo.

De pronto, los plagios de Bryce Echenique han acabado por convertirse en un espectáculo del chismorreo en el cual poco parece importar el hecho de ver a un ser humano vuelto añicos por la demencia y las fallas de sabrá Dios qué ventrículo cerebral ¿Qué esperaban con la vida que desde hace años ha tenido?¿Una vejez juiciosa?¿La súbita conversión por el cultivo de camarones en algún remoto lugar del mundo?¿Que se dedicase a hacer galletas con figuras de muñequitos con un delantal de cuadros blancos y rojos?

Esas preguntas, lo sé, no pueden tener respuesta. Así son las cosas, así han sido siempre y así seguirá siendo el mundo en su obstinada rotación sobre sí mismo. Un mundo que persiste en seguir siendo ese lugar vagamente cursi en el que se espera de un escritor, un pintor, un poeta una iluminación que no les corresponde, una capacidad de guía que, por puro sentido común, no tiene ninguna razón por la cual estar asociada al gusto de escribir sus cosas y hacerle a uno pasar un buen rato.

Ante tales aspavientos de la cursilería, a uno a penas si le queda desear que puedan arreglárselas ante el ruido de los vecinos, el apremio de las deudas, los desastres del desamor y logren, si se puede, si acaso les interesa, contar lo que tengo que contar de la mejor forma posible.

Imagen de M. Escher vía: hotelkafka