5 de septiembre de 2007

Variaciones líquidas (1)

Gabriel García Márquez


El jueves amaneció sin una gota de agua. Elide Moscoso, mujer menuda y madrugadora, lo constató al poco de despertar, cuando dio vueltas al viejo grifo de la cocina y escuchó el crujido de las cañerías sumergido en un letargo de siglos bajo el fragor del moho y los ecos salvajes de los gallinazos en el Centro de la ciudad. Entonces recordó que el día anterior había escuchado un parte de radio en el que un locutor de voz atiplada dejó dicho que el día siguiente comenzaría un racionamiento que se extendería por toda una semana de infortunios. Recordó mirando un almanaque con la imagen de dos oropéndolas lejanas que tenía que hacer la lista del mercado para esa tarde y ese trámite pendiente la inquietó con el sentido de una premonitoria fatalidad.

Guillermo Cabrera Infante



La grifería dejó de traquetear después de una danza bartokniana entre arpegios sutiles. Vi (o viví: la vista es un sentido vívido) que una última gota maculada se dejaba caer desde el contorno de la grifería y pensé, como un héroe sujeto firmemente al tronco de Tántalo, que esa sería justo la última gota que habría de encontrar en esa guajira alucinada que era (que todavía debe ser) vivir en una isla asolada por la sequía.

José Lezama Lima



A Elide Moscoso le fue revelada una indicación del Oráculo de Delfos entre las paredes suntuosas de la cocina. Queriendo girar el mecanismo de la grifería para traer junto a sus emisiones newtonianas un poco de agua que verter sobre el cacharro del café, notó con estupor adamasquiado que el agua, líquido coloidal de prístino esplendor, había marchado a otros lugares, con el mismo movimiento impetuoso de un animal que se sabe en el objetivo de un torneo de cetrería.

Julio Cortázar



No se sabrá jamás de las fuerzas secretas con las que la Señorita Elídè tuvo que enfrentarse en esa pecera imaginada que era su propia cocina. El mundo, la vida, corresponde a un orden de cosas materiales que distan mucho de esa fácil lucidez con las que el hombre medio (lector hembra, terrón de azúcar) remacha para siempre sus cómodas presunciones. Esto se llama grifo, esto otro se nombra herraje, llave, termo. Así, sin saberlo, vamos entrando en un espiral de falsas adivinaciones cuando la realidad del mundo, la cosa que se esconde en las paredes y trepa al anochecer por nuestra espalda, aguarda en las zonas más oscuras de nuestros descuidos, alerta al primer zarpazo de estupor de un día sin agua.

Vladimir Nabokov


Provisto al fin de una montura práctica y liviana, como una bicicleta, esa curiosa mañana otoñal al fin pude apreciar el modesto espectáculo de iluminación de los amaneceres de los que, con tan irritable deleite desde mi perspectiva de miope, me había parloteado Miss Fitzgerald en un banquete benéfico de la asociación de filatelia. Ahora podía ver allá afuera, sobre el césped rectangular de mi modesto hogar en Nueva Inglaterra, la forma como el sol brillaba con un resplandor eufórico en tanto al otro lado de la calle, insonorizada por la obvia distancia que nos separaba, una vecina gritaba a todo pulmón (como era deducible por sus gestos ovoides) una triste noticia que yo mismo había tenido oportunidad de constatar minutos atrás, cuando en silencio intenté llenar mi pequeña tetera: no había agua.

Raymond Carver



Una mosca recorrió el vórtice de un vaso puesto junto al fregadero. A su lado, una vieja esponja manchada de tomate reposaba junto a un blister descartado. Marie-Ann sabía que, igual que había ocurrido la semana anterior con el servicio eléctrico, una vez más John no había llegado a pagar el recibo del agua y que el monto de ese dinero había ido a parar a cualquier bar a las afueras de Tulsa.

Rómulo Gallegos




El campo, inmenso. Al frente, la recóndita naturaleza indómita de la patria, como queriendo decir una copla en el estero. "Ah malaya una poquita de agua", musitó Santos López, sujetando con virilidad su sombrero de pelo de guama. “Malaya será, porque al pozo naide ha ido” respondió, al fondo, la voz temblorosa de Doña Carmen Elida, matrona de la montonera.

James Joyce


McLehod colocó el salchichón sobre el tapete de hule de la mesa de la cocina mientras, al frente Elide, la joven nodriza, le observaba con mirada famélica. Después, en actitud ceremonial, cortó finamente unas seis rodajas que luego colocó en un plato de peltre que reposaba junto al frasco de leche de la mañana. Nocturno anhelado, era el nombre de la obra que conocía. No la vería ya. La compañía O´Flanagans se largaba de Dublín hasta el próximo verano, y eso con suerte. Era un tiempo en que no estaba fácil hacerse de un penique y las compañías no iban a gastarse todo el presupuesto en una expedición fracasada. ¿Cómo era que se llamaba aquél viejo truhán que vendió la boletería en la temporada anterior? ¡Moose!¡Charles Moose! Pensar que no le compró el listín completo que le ofreció por pura cicatería. Con lo bien que le habría venido a los niños una tarde en el circo ahora que ni siquiera el agua se conseguía.