Cuerpos leídos (2): Justine, de Lawrence Durrell
Anastasia no era una mujer: era un territorio. Un vértigo. Hoy, sin saber muy bien por qué, me ha dado por recordarla. Recordarla es evocar una lección de cartografía salvaje. Una visión que se diluye en una fotografía gastada que, en el fondo, ya no me pertenece. Esa foto es la imagen de su cuerpo desnudo, tumbado en una cama de una habitación que posiblemente ya no existe. Incluye el pálido salmón de sus pezones. El vacío de su vientre. A lo lejos, un rictus de placer privado, como si estuviese muy lejos de todo, de esa cama, de esa noche. Amándose ella sola. La foto es una imagen tomada en una expedición de espeleología demente entre sus piernas.
Recordar a Anastasia es, también, recordar al Justine de Lawrence Durrell. De eso, curiosamente, también hay una foto. La foto incluye una habitación de alquiler en un piso 21 donde viví una temporada del olvido. La ciudad, como en un sueño familiar, es Caracas. El año, sospecho, debe ser un remoto 1998. Yo leía el Justine de Durrell en una cama individual, junta a una ventana desde la que era posible ver el tiritar de las luces de toda una barriada encumbrada en un cerro en la distancia. Afuera, al otro lado del pasillo, dormía una expatriada armenia en una habitación demente, junto a sus dos hijos. No intento ser sórdido, pero meses después, una mañana en la que me invitó a tomar café (por suerte, nunca lo hacía), esa misma mujer me miraría a los ojos para decirme que se iba del país, que tenía cáncer. A su manera, leer el Justine en esa habitación, en esa casa, era el equivalente a escuchar un poco de Bela Bartok en tanto al frente, en un televisor, se mira una balada de plomo y cuchillo.
Las páginas de Justine trajeron consigo un descubrimiento sorprendente: en ellas era posible ver el palimpsesto de Rayuela. Leer a Justine era, en una dolorosa y confusa manera, confrontar el brillo del Pont des Arts con la borrosa imagen de una Alejandría de entreguerras.
Fue un tiempo donde repasé aplicadamente el cuerpo desnudo de Anastasia. Un tiempo en el que mi mirada se fijó en el encanto alucinado de su espalda llena de pecas, en el verde imposible de sus ojos fríos, en la metódica rotación de sus caderas.
Pensar en Anastasia es también descubrir las amenazas subterráneas que penden sobre ciertas muchachas católicas. Yo estaba iluminado entonces por esa furia que esconde el despertar de la inocencia. Eran tiempos honestos. Subía junto a ella un ascensor, de visita en su casa. Creo que estaba borracho. No me es posible recordar de qué forma, de qué manera, terminé diciéndole que quería ver sus tetas. Sonrío. Abrió uno a uno los botones de su blusa. Soltó de un tirón sus sostenes de copa blanca. Tócalas, me dijo. Anastasia iba a casarse cuatro meses después de rodar semidesnuda por los escalones que conducían, que deberían conducir, del piso trece al piso doce de su edificio.
Se quedó con una cita en cierta casa parroquial apuntada en una agenda repleta de circulitos adhesivos de ciclos menstruales. Una semana después, no tuvo más remedio que comprar su primera prueba de embarazo. Sólo quedó una falsa alarma. Eso, y una vajilla que terminó por revender.
Hay historias que el tiempo vuelve repetitivas, extenuantes. Hay historias que incurren sin remedio en tópicos, en digresiones menores. El susurro de la voz de Anastasia a las tres de la madrugada, al otro lado del teléfono. Los domingos eróticos. El arrabal del llanto.
Justine recuerda también esos recursos desolados de la literatura decadente. Merece, en todo caso, el beneficio del tiempo. El valor de las primeras bases de una estética que años después habría de perseverar en tantas otras literaturas virtuosas.
La consecuencia es la misma: algunas mujeres podrán abrir ante ti todo su cuerpo, pero jamás ese músculo trémulo que late sin pausa junto a un suspiro, en mitad del pecho.
Recordar a Anastasia es, también, recordar al Justine de Lawrence Durrell. De eso, curiosamente, también hay una foto. La foto incluye una habitación de alquiler en un piso 21 donde viví una temporada del olvido. La ciudad, como en un sueño familiar, es Caracas. El año, sospecho, debe ser un remoto 1998. Yo leía el Justine de Durrell en una cama individual, junta a una ventana desde la que era posible ver el tiritar de las luces de toda una barriada encumbrada en un cerro en la distancia. Afuera, al otro lado del pasillo, dormía una expatriada armenia en una habitación demente, junto a sus dos hijos. No intento ser sórdido, pero meses después, una mañana en la que me invitó a tomar café (por suerte, nunca lo hacía), esa misma mujer me miraría a los ojos para decirme que se iba del país, que tenía cáncer. A su manera, leer el Justine en esa habitación, en esa casa, era el equivalente a escuchar un poco de Bela Bartok en tanto al frente, en un televisor, se mira una balada de plomo y cuchillo.
Las páginas de Justine trajeron consigo un descubrimiento sorprendente: en ellas era posible ver el palimpsesto de Rayuela. Leer a Justine era, en una dolorosa y confusa manera, confrontar el brillo del Pont des Arts con la borrosa imagen de una Alejandría de entreguerras.
Fue un tiempo donde repasé aplicadamente el cuerpo desnudo de Anastasia. Un tiempo en el que mi mirada se fijó en el encanto alucinado de su espalda llena de pecas, en el verde imposible de sus ojos fríos, en la metódica rotación de sus caderas.
Pensar en Anastasia es también descubrir las amenazas subterráneas que penden sobre ciertas muchachas católicas. Yo estaba iluminado entonces por esa furia que esconde el despertar de la inocencia. Eran tiempos honestos. Subía junto a ella un ascensor, de visita en su casa. Creo que estaba borracho. No me es posible recordar de qué forma, de qué manera, terminé diciéndole que quería ver sus tetas. Sonrío. Abrió uno a uno los botones de su blusa. Soltó de un tirón sus sostenes de copa blanca. Tócalas, me dijo. Anastasia iba a casarse cuatro meses después de rodar semidesnuda por los escalones que conducían, que deberían conducir, del piso trece al piso doce de su edificio.
Se quedó con una cita en cierta casa parroquial apuntada en una agenda repleta de circulitos adhesivos de ciclos menstruales. Una semana después, no tuvo más remedio que comprar su primera prueba de embarazo. Sólo quedó una falsa alarma. Eso, y una vajilla que terminó por revender.
Hay historias que el tiempo vuelve repetitivas, extenuantes. Hay historias que incurren sin remedio en tópicos, en digresiones menores. El susurro de la voz de Anastasia a las tres de la madrugada, al otro lado del teléfono. Los domingos eróticos. El arrabal del llanto.
Justine recuerda también esos recursos desolados de la literatura decadente. Merece, en todo caso, el beneficio del tiempo. El valor de las primeras bases de una estética que años después habría de perseverar en tantas otras literaturas virtuosas.
La consecuencia es la misma: algunas mujeres podrán abrir ante ti todo su cuerpo, pero jamás ese músculo trémulo que late sin pausa junto a un suspiro, en mitad del pecho.
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