7 de noviembre de 2007

Faltan datos



Todo parece indicar que Haruki Murakami se ha vuelto un autor de moda.

La realidad es que Murakami viene haciendo su trabajo desde finales de los años 70 y que algunas de las obras que recién se comienzan a leer en occidente vienen con la demora que implica su transformación desde los elegantes idiogramas con los que fueron escritas a nuestras angulosas letras latinas. En el caso de Murakami, el trabajo ha sido un trabajo doble: además de autor, Murakami también se ha dado a la tarea de traducir al japonés algunos textos occidentales, caso en el cual sus servicios a la literatura, naturalmente, se duplican.

Hace algún tiempo leí una de sus novelas: Spuknit, mi amor. Habrá a quien le guste, pero no tuve demasiada suerte. Me aburrí tanto como puede hacerlo una ostra (en caso de que tal capacidad pueda aquejar a una ostra lectora que, además, pueda tener algún tipo de pasión por la lectura -digamos, una pasión insana por explorar la Lobster Library de la universidad de Maine). Aún así, al terminar de leerla me quedaron dos o tres cosas claras. Eran estas:

1. Murakiami era agradable. (o para decirlo en otra terminología: un autor purificante).
2. La historia sugería un leve desplazamiento a cierta coloquialidad occidental quizá no tan explotada por otros autores japoneses.
3. La razonable convicción que habría que darle otras oportunidades.

He podido constatar que más allá de las páginas elogiosas, no es mucho el material suyo que se puede conseguir en internet. Resalta, sobre todo, un fragmento de una de sus novelas, Dance dance dance. El fragmento, en todo caso, vale la pena. Y mucho. Comienza así:

Había una mujer que de vez en cuando se quedaba a dormir en mi apartamento. Luego desayunábamos juntos, y ella se iba al trabajo. Tampoco ella tiene nombre, pero sólo porque no es un personaje de esta historia. Aparece brevemente y desaparece enseguida. Por eso no le pongo nombre, para no liar las cosas. Pero que nadie piense que me la tomo a la ligera. La apreciaba mucho, y la sigo apreciando ahora que ya no está.

Eramos amigos, por así decirlo. Era, al menos, la única persona con la que podía decir que me unía cierta amistad. Tenía un novio formal, que no era yo. Trabajaba en una compañía de teléfonos, preparando las facturas con el ordenador. Ni yo le pregunté sobre su trabajo ni ella me contó demasiado, pero creo que era eso. Calcular el montante de las facturas telefónicas de otras personas, preparar los recibos, algo por el estilo. Por eso todos los meses, al ver en el buzón el recibo del teléfono, me daba la impresión de estar recibiendo una carta personal.


Continuación...

Imagen vía: eldigoras.com