28 de febrero de 2007

Papeles sobre el refrigerador

El Pratt, que sabe lo suyo, se lanzó en estos días una maravilla de post entre naranjales que vale la pena leerse completo.

A mí me ha quedado dando vueltas un poema con réplica entre William Carlos Williams y Florence, o Flossie Williams. Prometí robárselos y como soy un hombre de palabra es eso, ahora, justamente lo que hago.

El primero, escrito por WCW, dice así:

This is just to say

I have eaten
the plums
that were in
the icebox

and which
you were probably
saving
for breakfast

Forgive me
they were delicious
so sweet
and so cold

Esta es la réplica de Flossie Williams:

Reply

(crumped on her desk)

Dear Bill: I’ve made a
couple of sandwiches for you.
In the ice-box you’ll find
blue-berries–a cup of grapefruit
a glass of cold coffee.

On the stove is the tea-pot
with enough tea leaves
for you to make tea if you
prefer–Just light the gas–
boil the water and put it in the tea

Plenty of bread in the bread-box
and butter and eggs–
I didn’t know just what to
make for you. Several people
called up about office hours–

See you later. Love. Floss.

Please switch off the telephone.

Al leerlos, no puedo dejar de pensar en dos rectángulos de tacos de papel fijados en un improbable refrigerador a mediados del siglo XX en una cocina vagamente umbría desde la que llega, a lo lejos, el ladrido de un perro, el sonido de un columpio, el recorte de una nube en la distancia. La literatura, ya se sabe, está literalmente en todas partes.

24 de febrero de 2007

Man on the Moon


De la serie: Bahía de Cata: Almost Chillout
Fotografía: Argonáuticas

16 de febrero de 2007

Actos Neolenguales

Vivir en la neovenezuela del siglo XXI es un asunto extraño: uno recién se hace el propósito de iniciar un nuevo blog sobre la lógica discursiva del poder y, cuando sube su primera entrada, ya se encuentra con que bien podría estar perpetrando lo que, a juicio de la neojusticia bolivariana, parece ser una peligrosa barbaridad: reproducir el texto escrito por Laureano Márquez por el que ha sido condenado, junto al diario TalCual, a una multa por incurrir en cierto vago delito de amenaza a la imagen de la hija menor del teniente coronel Hugo Chávez, democráticamente inspirado en la idea de ser presidente de la república por unos 23 años, aproximadamente.

El blog, al que están todos invitados desde el día de hoy, se llama La Gramática de las Neolenguas.

El post, donde se desarrolla la idea y se trascribe el texto original de Márquez, puede ser visitado pulsando justo aquí.

15 de febrero de 2007

La literatura como liberación (2)

Yo me sé un cuento. Es este: hace ya unos cuantos años, posiblemente acicateado por el hastío, posiblemente estimulado por la esperanza, decidí participar junto con un amigo y colega en un grupo de lectura y escritura creativa con adolescentes de una barriada de Caracas. La idea, la excusa, era acercarnos a un grupo de adolescentes, dar una mirada al modo en que construían relatos, sondear siquiera un poco la imaginería de sus mundo de vida y, sobre todo, invitarlos (si les provocaba, si les parecía bien) a un encuentro con un espacio mucho menos sombrío que ese objeto duro y retórico que llamamos "realidad".

La primera sesión fue un lleno total. Veinte, veinticinco asistentes. Pero fue un episodio vagamente inquietante, una panorámica en la que el hastío, el tedio, latía secretamente, con el mismo pálpito de una amenaza: asistieron, entonces, unas jovencitas elásticas, olorosas a chiclet´s, asfixiadas por la cosmética, por el peso de sus pestañas, por el dolor de no ser por un instante el centro del universo. A un costado, yacían taimados fanáticos de la mecánica, mirándolo todo como quien mira el vacío, como quien sólo aspira la sólida realidad de una caja de transmisión, el lento traquetear de un pistón. Ojos silenciosos que se estrellaban contra un blando vaho, un bochorno de la tarde, un deseo de estar dormidos, de jugar con la electricidad que súbitamente encendía sus entrepiernas, de pacer en paz frente a la pantalla núbil de un televisor, de una pastilla para el desasosiego, para el fastidio, para la vida misma.

Pensamos entonces (y luego descubrimos que estábamos en lo cierto) que después de toda una vida en el aprendizaje de la nada que suele ser la educación formal, cualquier reunión en un salón debía estar impregnada de la misma película lechosa de cansancio y aburrimiento con la que se habían intoxicado hasta entonces, con la que uno mismo se intoxicó, años atrás.

No quedaba mucho por hacer sino insistir. Eso fue lo que hicimos: insistimos.

El resultado, un par de meses después, con los siete u ocho que quedaron, fue un hallazgo repleto de maravillas: los que persistían habían recorrido el carrusel encantado de los ejercicios propuestos por Gianni Rodari en su Gramática de la Fantasía, comentaban futuros proyectos de escritura, se lanzaban con gusto por la sorpresa de un cadáver exquisito, acometían con furor cuentos imposibles, escribían breves textos encantados, como estos, que justo ahora tengo a mano en tanto escribo:

Iba por la calle cuando vi volar un pupitre que destilaba gotas que al llegar al suelo se convertían en nieve verde

(Sin título. Autor: O. Castro)

O este:

Cuando caminaba por las calles oí sonar una puerta en la punta del espacio que decía: baja y entra por esta puerta para que conozcas el mar y los barcos de oro con faroles a los lados y planetas en el centro.

(Sin título. Autora: N. Rojas)


Sobre todo: se divertían.

Hubo más, mucho más. Tanto que, cuando en una ocasión en la que conversé con una profesora del colegio (una mujer gruesa y desagradable, el remedo de un hipopótamo cautivo a quien le parecía una maravilla que un profesional ocupado le dedicase algún tiempo a esta juventud sin valores y sin futuro, al tiempo que pronunciaba las palabras con un excesivo amor por la letra ese) no pude comprender cómo demonios esas pobres almas no había acometido, en su momento y con total justicia, una versión caraqueña de Fuente Ovejuna.

Me preguntaba, me pregunté algunas veces ¿qué querían estos adolescentes de la literatura? La respuesta, naturalmente, era simple y honesta: querían que les sirviese para pasar el rato, para encontrar un poco de diversión, para aprender palabras y, con ella, aniquilar verbalmente a sus más adustos enemigos, para susurrarlas al oído de una jovencita enamorada y abrir, con ellas, esa cerradura pertinaz que tantas veces nos pone lejos de algún otro corazón.

Poco les interesaba (y hacían bien) cuán optimista, cuán políticamente correcto podía ser un texto. Lo mismo les daba si nos hablaba Kafka desde las preocupaciones de un padre de familia a si, por el contrario, un asesino en serie acometía con todo su potencial de malignidad y robaba, con astucia, el pétalo de una rosa.

Un participante enamorado solía componer breves historias en las que una de sus compañeras era, invariablemente, la protagonista de su relato. La versatilidad, los súbitos cambios de su amor en medio de la sesión de trabajo le hacían escribir historias en las que esta musa de metro cincuenta de estatura se convertía en una joven ejecutiva de algún emporio de la moda para, un instante después, por el dolor de una mirada esquiva, en un rapto de venganza, dejarla caer en la más melodramática de las miserias afectivas: un amante drogadicto, unos futuros hijos convertidos en casos perdidos, un culo grande y celulítico, a la manera de una matrona que entró en picada dentro del círculo de las desgracias.

Dudo (y lo dudo en serio) que estos adolescentes pudiesen considerar pertinente discutir cuánto les estaba liberando un cuento corto de Julio Cortázar. Habría sido como quitarle todo el encanto, toda la gracia. Habría sido, quizá, como discutir la importancia higiénica de lavarse las manos antes de acometer una hamburguesa con doble carne en algún puesto ambulante de la calle.

De un modo meramente tentativo, meramente intuitivo, creo que ya en ese entonces oscura, vagamente, creí comprender que el potencial liberador de la literatura está, precisamente, en el placer de recorrerla, en el encanto de descubrir sus fuentes, saltar entre sus textos, equivocarse, sufrir un poquito, replantearse la forma que tiene el universo. Oscuramente, comencé a comprender que leer, que escribir, es un acto liberador en la medida en que es personal, es íntimo, es honesto. Oscuramente creo haber deducido que los folletines de la novela rosa podían ser leídos, pero que existía algo especial, una emoción amplificada en la medida en que comenzaban a explorar esos otros textos a los que, de tanto en tanto, los profesores del colegio que conocí solían calificar como clásicos , cuando en realidad es una honesta idiotez venerarlos como un busto de mármol inaccesible sino que, por el contrario, el acto más sencillo, más humano, más pendenciero reside precisamente en tomarse de la mano, echarse a caminar con confianza por los senderos de esos caminos repletos de belleza.

En estos días pienso en esos compañeros de lectura. Pienso en todos los planes maravillosos que justo ahora algún burócrata debe estar ideando en una umbría oficina, en los textos que de tanto en tanto aparecen por ahí, en apariencia inspirados bajo la idea vagamente arcaica, vagamente alienada, que una revolución debe tener, a contrapelo, una literatura tan propia como los decretos oficiales, una bibliografía sencilla y esquemática que nos explique el modo como debemos ver el mundo, la acción que nos hará ser queridos por el semidios de turno. En fin, pienso en esos recursos gastados del poder y, sin embargo, apenas siento el susurro cansado de un suspiro. Me fastidia, me produce un aburrimiento largo y caluroso, como una carretera sola, pero casi no llega a inquietarme.

Una vez que descubres la belleza, una vez que eres fiel por un momento a la belleza terminas persiguiéndola, intuyéndola, anhelándola. Te haces adicto. Comprendes que solo puedes dejarte caer con los brazos abiertos, una y otra vez. Siempre. Esa, al menos, es mi fe.

2 de febrero de 2007

Febrero, 1997

Era febrero. Las luces de los cerros titilaban desde su amarillo de ahogado sobre el fondo negro de la ciudad dormida. La avenida se perdía en la distancia, con el mismo efecto desquiciado de un dibujo de Escher. Una pasión rubia y tormentosa le había demorado más de lo debido entre escaramuzas y ardores inconclusos dentro del breve espacio de unos pantalones cortos de bluejean a medio abrir, para lanzarle a la calle sola en una hora inconveniente, en mitad de la balada del plomo y el cuchillo, con el olor de su sexo pulposo entre sus dedos. Su cuarto de alquiler no estaba lejos, pero la soledad de la noche y el recuerdo amargo de una Smith & Weason apuntándole a la sien en un reciente recorrido nocturno por las calles oscuras, le hicieron decidir (mientras suspiraba desde un aliento de dos), que si bien era preciso atesorar sus menguados recursos con alguna sana avaricia, tendría que tomar un taxi. Un despilfarro, quizá, pero siempre algo mejor que un disparo en mitad de la calle. La ceremonia de la salsa ketchup. El falso sentido literario que lleva implícito todo obituario. Ya conocía, creía conocer el lugar preciso de la pasión. Ese lugar era el movimiento circular de unas caderas en rotación continua. Un abismo sudoroso, un chapoteo de blanda monotonía, una lección de física newtoniana sobre una cama de sábanas dispersas. En algún lugar estaba un triángulo ardoroso que se abría a una versión del paraíso que no requería la palabra amor. Nada personal, después de todo. Un efecto atávico demasiado repleto de endorfinas. Un territorio de carne. Un arrebato en el que una mujer joven llena de pecas podía romper a llorar en el momento en que sus piernas largas y pálidas reposaban sobre sus hombros, en el momento en que ella hacía todo lo posible por estrujar contra él su cajita de música deliciosa.

Pero la ciudad era un objeto desgastado, un cínico teatro que jamás sabría valorar el sentido preciso de la palabra pasión. Era joven, casi era pobre. Pensó, retórica, patéticamente, que debía emprender el equivalente del paseo de un bachiller arruinado en una lujosa calesita, deshojando una flor erótica en una ciudad borrada por la neblina.

Atinó, al rato, con un dodge descascarado, verde, matrícula particular, con la palabra libre escrita sobre un cartón rugoso. El poder de un faro en mitad de la borrasca. El taxista era un hombre agobiado por los desmanes de la mala vida. Lo notó por su camisa de manga larga abierta hasta la mitad del pecho, su gesticulación de los humores sanguíneos, la mirada rápida, los bigotes de mulato. Aceptó el regateo sin énfasis, desde su oscuro lugar en mitad del humo, como quien acepta que las ganancias del día son breves picoteos de cangrejo. Fumaba cigarrillos detallados, arrojados sobre el tablero de felpa, como en un cuento de Carver. A lo lejos, los muslos tibios de aquella rubia electroerótica latían en algún lugar de la piel ¿Qué hacer con esa pasión de humedades y ritmos sigilosos? ¿Qué hacer en la distancia que le separaba de aquellas nalgas repletas y su destino, como dos puntos radicales entre los que se traza una línea recta? Adelante, la avenida nacía desde las luces del taxi: dos puñales mordidos de polvo saltando chispas sobre el asfalto agujereado. La cálida humedad de un sexo de fragancias profundas, explorado con la obstinación de un espeleólogo demente.

Todo era el preludio de una explosión.

Desde el carro, se lanzaba el sonido de una canción de Willy Colón que roncaba desde las cornetas pionner como un Oráculo que no vio, o que no quiso ver, o no pudo ver. Las palabras son de aire, y van al aire. Mis lágrimas son de agua y van al mar. Cuándo un amor se muere, ¿sabes chiquita a dónde va? ¿Sabes chiquilla a donde va?

No habría podido responderlo entonces. No lo podía saber. Intuía, sí, que el destino de la pasión es una herida que queda en el cuerpo. Nada personal, nada demasiado privado. Apenas el hecho objetivo de aparecer en un mal sueño en el que se despierta en mitad de una operación de pecho abierto al tiempo que, en alguna parte, alguien hace un comentario circunstancial a propósito del estado del tiempo.