29 de abril de 2007

La Soledad de los Objetos


Interior en domingo (1980). Óleo. 45x54cm



Fregona (1997). Óleo. 46x46cm




Al teléfono (1978). Óleo. 47x61cm



Regadera en fregadero (1979). Óleo. 30x50 cm





Alka Seltzer (1975). Óleo. 110x140cm


Autor de todos los lienzos: Oscar Tusquets Blanca
Vía:
Oscar Tvsqvets Blanca

25 de abril de 2007

Leer Pantallas


Es casi una imagen de la prehistoria: el rostro de J., uno de nuestros profesores jóvenes de ese año, se ilumina alternativamente con el cambio de colores casi crudos del monitor. Nos muestra un hallazgo sorprendente: el Gopher. Nos dice que ha sido desarrollado apenas uno o dos años atrás, en 1991, en la Universidad de Minnesota. Nos dice que es un sistema de comunicación que funciona por ramales, que su desarrollo permitirá, en una fecha no muy lejana, compartir textos completos de información con todo el mundo. En no mucho tiempo no hará falta ir a las bibliotecas, todo va a estar aquí, nos dice, acariciando el costado del monitor. Hacemos una prueba de consulta y encontramos algunos abstracts. Encontramos un par de papers digitalizados. M. y yo nos miramos sorprendidos. No lo sabemos, pero M. es una rubia furiosa junto a quien varios años después, en un salto disparatado dentro del confuso ajedrez de las pasiones, acabaré por compartir la mitad de una cama en el año que vivimos peligrosamente. El trabalenguas de una world wide web, tal como la conocemos ahora, aun no existe. Son tres tristes tigres que habitan el mismo sueño compacto de los personajes trasnochados de la novela de Guillermo Cabrera Infante. El sueño de una red 2.0 es todavía algo más remoto.

Es el mismo J. quien nos dirá, ese mismo día, que podemos tener una cuenta de correo electrónico. M., endemoniadamente razonable, piensa que para qué, si no conoce a nadie con una dirección electrónica a quien escribirle. Yo tampoco conozco a nadie que la tenga, pero igual voy a la oficina de computación (un lugar frío, de ladrillos rojos) y la abro. Me atiende una alemana de consonantes rígidas que me hace sentir, al salir, que acabo de ingresar a una sociedad secreta. Dos, tres días después, hago el tiempo para entrar a un laboratorio de la universidad a enterarme de qué podrá ir la cosa. Descubro que el interface consiste en una plantilla anodina, en blanco y negro, con caracteres que simulan los créditos de las películas espaciales de los años 80. Aun así, es dinamita. Un sputnik atrapado en el rectángulo de un teclado. La plataforma tiene la opción de suscripción a un primitivo grupo de discusión. Me apunto a una lista sobre el pensamiento anarquista. No vale de mucho, pero aún así, de tanto en tanto, intercambio correos con otro usuario que vive en Copenhagen y que escribe en un inglés apenas un poco menos bárbaro que el mío. Suelo sentir algo parecido al vértigo y al cansancio el día en el que intercambiamos tres o cuatro correos, el equivalente a un viaje de más de 513642 mil kilómetros de distancia, entre idas y vueltas. Regreso a casa esa noche sabiendo que allá llueve copiosamente y que él ha comido un pastel de carne cocinado por su abuela. Por primera vez tengo la sensación física del mundo como un lugar muy pequeño.

Como tantos otros sueños, como tantas otras imaginaciones, los años 90 nos convidaron a creer que el desarrollo sostenido de las comunicaciones digitales cambiarían el mundo de un modo decisivo. Yo lo creí. Lo creí al punto que, casi al final de mi carrera, tomé un seminario apresurado sobre el que entonces era un novedoso campo de estudio: el tópico de Human-Computer Interaction. Me aburrí hasta el límite del bostezo. Aun así, me sirvió para comprender algo. Esto: el desarrollo de las nuevas tecnologías podría cambiar sustancialmente nuestras plataformas de intercambio de información, lo que no lograría, lo que no podría lograr jamás, sería que pudiésemos hacer algo con ella distinto a lo que entonces éramos una década atrás, a lo que somos y seguiremos siendo. Tendríamos nuevas herramientas, pero esas herramientas no podrían modificar nuestra actitud hacia nuestros prodigios y miserias.

Es lo que he sentido todos estos años: la navegación como un viaje desde una ventana que señala nuestros arrabales humanos, nuestros fastuosos edificios ilusionados. Leemos pantallas. Esas pantallas comienzan a tener sentido en la medida en que nos acercamos como lectores a ciertas ópticas que apreciamos, a ciertos ángulos que por motivos aun sutiles compartimos.

Hoy, a mucho más de diez años de esos esplendores pasados, estoy seguro que navego en internet de un modo que, a su manera, intenta ajustarse a mi propia mirada como lector, mis propias pasiones verbales: con un decidido interés por el detalle, con un desigual interés por lo desmesurado. Era natural, entonces que así me terminase de pasar con los blogs, esa otra herramienta para lo banal o lo esplendoroso de los últimos años. Siempre hay algo. Sin ir demasiado lejos esta semana, entre otras sorpresas, rescato estas dos: la primera se llama Flores Rosas y es un post bellamente escrito por Ludmilla. La segunda hermosa sorpresa se titula dos años en la vida y está firmado y fotografiado con amoroso detalle por mi buena amiga Lennis Rojas en una acera de esta ciudad un poquito marchita.

Son hallazgos de ese tipo por lo que pienso, a casi un siglo de distancia del gopher y sus caducos archivos impersonales, que no está tan mal vivir en Babel, después de todo. No lo está, incluso, al considerar lo que casi es un último rescoldo de utopía ingenua y libertaria: aceptar que aun los desechos tienen algo qué decir en un torbellino vertiginoso que palpita en todo el mundo. Esa condición está, tienen que estar, dentro de los daños asumidos. Una red repleta de materiales prescindibles no tiene por qué llevarnos a la amargura. Existen, en contra partida, otros pequeños prodigios dispersos, hermosos episodios de intimidad y literatura. Lo demás, el resto, es el precio que pagamos para poder encontrarlos. Es, después de todo, otro modo de hacer que todo esto se parezca a la vida misma.

Imagen vía: macpro

22 de abril de 2007

Nueva Narrativa Urbana II



Mañana vuelve la semana de la Nueva Narrativa Urbana, una maravilla de idea que comenzó el año anterior, con el empuje de Ana Teresa Torres y Héctor Torres y que, por segundo año, es auspiciada por el Pen Venezuela y apoyada por la Fundación Chacao.

La nota de prensa dice así:

En esta segunda edición, la cual se llevará a cabo entre el 23 y el 27 de abril, se estarán presentando quince nuevas y novísimas voces de la narrativa venezolana, presentadas por Judit Gerendas, Antonieta Madrid, Federico Vegas, Oscar Marcano y Ángel Gustavo Infante, respectivamente. Los autores que conformarán esta segunda muestra son: Álvaro Pérez Capiello, Víctor Vegas y Gisela Kozak (lunes 23), Ricardo Waale, José Tomás Angola y Carlos Ávila (martes 24), Mario Morenza, Marianne Díaz y Eduado Cobos (miércoles 25), Carolina Rodríguez, Rafael Victorino Muñoz y Miguel Hidalgo (jueves 26) y Arnoldo Rosas, Leopoldo Tablante y Ana García Julio serán los encargados de cerrar el evento el viernes 27. El escenario será el mismo de la edición pasada: El Centro Cultural Chacao, en El Rosal, a partir de las 7:00 pm. El evento estará coordinado por Ana Teresa Torres y Héctor Torres. Una oportunidad especial para conocer esas voces que están y estarán dando de qué hablar en el escenario narrativo venezolano. Entrada libre.

En resumen, el segundo y valioso movimiento de una idea que ya comienza a presentarse como la buena noticia de una saludable tradición.

ACTUALIZACIÓN
23 de Abril, 2007


Por cierto, la invitación que Héctor hace en Ficción Caracas no tiene desperdicios. Una perla:

En momentos de gradilocuencia épica, siempre valdrá la pena volver a los más modestos y ancestrales ritos: reunirnos en torno al fuego, en torno a la reflexión, en torno al hechizo de la más modesta y poderosa de todas las magias: la de escuchar “historias maravillosas jamás oidas”, como quería aquel famoso y anónimo califa. Por eso, cada espacio ganado para la belleza, en la infeliz Caracas, forma parte de un circuito vital.

Me parece que es justo de eso de lo que estamos hablando con regalos como la semana de la Nueva Narrativa.

19 de abril de 2007

Lecturas Pediátricas (1)



Título: Primeras lecturas pediátricas
Modelo: La niña Argonáutica
Título del libro: 123 (Soft Book)
Editorial: Fisher-Price
Fotografía: Rodrigo Coll

14 de abril de 2007

Cortos


Saltando entre las ríspidas marejadas weblog, me encontré hace cosa de unos días con una encuesta sobre los mejores libros de relatos publicados entre 1982-2007, propiciada por Miguel Ángel Muñoz desde El Síndrome Chéjov inspirada (o incluso, sanamente agitada) por el listado de las 100 mejores novelas en lengua española de los últimos 25 años que lanzó la revista Semana de Colombia. Dice, o decía Muñoz, hace unos días:

Por supuesto, nadie esperaba que se ocuparan de los cuentos, fácilmente desterrados de la lista. No son ficción, muchos de los autores presentes en la lista no son además cuentistas, en fin, la cosa al respecto es tan grosera, que no vamos a comentarla. Simplemente, para esa lista ya estamos nosotros. Vamos a hacer una lista alternativa, con la ayuda de todos vosotros.Y como no somos discriminadores, vamos a elegir no sólo en lengua española, sino en cualquier lengua, a excepción del esperanto, que, como dice Trapiello en sus diarios, tiene mucho del esperpento. Y al revés.

La idea lleva, desde luego, toda la razón.

Creo recordar que leí la propuesta en un momento en el que, sentada en mis piernas, la niña Argonáutica hacía un meritorio esfuerzo por lanzarse a escribir sobre el teclado de la máquina en su misteriosa lengua pediátrica, de modo que me conformé con hacer una nota mental y proponerme pensar un poco en el asunto y caminar hasta el balcón con el propósito de mirar junto a ella el brillo alucinado de los cielos de abril.

Nunca completé la lista de esos cinco mejores libros de cuentos posteriores a 1982. No lo hice para la encuesta y no logré siquiera hacerlo para mi mismo, como un ejercicio consolador en momentos de demasiado tráfico. Es cierto que pensé en Birds of America, de Lorrie Moore (al que sólo he leído de forma incompleta, pero decisiva). Pensé en Interpreter of Maladies, de Jhumpa Lahiri, aunque quizá sea un libro clave solo para unos pocos: aquellos lectores que pueden conmoverse con una sensibilidad específica hecha de emociones breves, del color de las hojas del otoño. Recordé, también, ese ostinato de adolorida y cínica belleza que es Delito por bailar el chachachá, de Cabrera Infante... no logré ir más allá. Habría deseado pensar en un libro de Carver, pero aunque lo he leído con fascinación y sorpresa, siempre ha sido una lectura parcial, en el telescopio de sus muchas antologías.

El ejercicio me sirvió para descubrir, con sorpresa, que todos los otros libros de cuentos que, dentro de mi sentido del gusto, merecerían ser considerados como muy buenos, los libros a los que suelo volver una y otra vez, los libros que, me parece, terminaron por enseñarme algo importante sobre el universo cerrado de un relato se escribieron mucho antes. Incluso, muchos años antes.

Pienso en Chéjov, en el fulgor de Cortázar, pienso incluso en episodios aparentemente modestos como algunas páginas de La Magadalena peruana y otros relatos de Bryce Echenique, un libro que quizá me pueda parecer fulgoroso por la época en la que lo leí, por el fragor de tantos descubrimientos que entonces estallaron por todas partes.

El mismo Carver, quien al final de sus días escribió uno de los libros de ensayo más hermosos que he leído en toda la vida, La vida de mi padre (cuyo texto que le da título se puede leer aquí en inglés, y aquí en español) comentaba alguna vez que su principal influencia literaria habían sido sus hijos. Su influencia literaria tenía algo que ver con una tarde de un sábado remoto, intentando pescar una lavadora libre en una lavandería de pago atestada de gente, con el modesto horror de no tener tiempo, de estar cansado, de sentir que las cosas más menudas de su vida eran demasiado inmensas, demasiado pesadas como para pensar que podría seguir tirando de ellas: llevar a los niños a una fiesta esa misma tarde, conseguir el dinero de la renta, hacer que por el amor de dios se sentaran si quiera por un momento.

Hablar de las influencias literarias, naturalmente, es también otra forma de hablar sobre aquello que es memorable, duradero. Y eso es cierto aunque uno no tenga el propósito de escribir una sola palabra dentro de un texto, aunque uno no piense decir que escribe cuentos ni en sus sueños más locos.

Hoy acabo de ver los resultados de ese experimento participativo. Dio así: Catedral, de Raymond Carver (1983): 18 votos; Velocidad de los jardines, de Eloy Tizón (1992): 14 votos; Llamadas telefónicas, de Roberto Bolaño (1997): 9 votos.

Naturalmente, casi es innecesario decir que debe tratarse de una muestra bastante marcada por el modo como se mueve el asunto narrativo en el gusto español que, infiero, debe representar parte importante de las personas que dejaron allí sus opiniones lectoras. No sé si seré yo, pero al menos eso es lo que puedo pensar cuando descubro un libro como Velocidad de los jardines, que no es sólo un bello título, sino que es además un autor y un libro sumergidos en lo más profundo de mi desconocimiento. Sin embargo, lo que más me sorprende descubrir es que Llamadas telefónicas de Bolaño pueda ser visto como parte de lo mejor que se han escrito en estos 25 años.

Me han dicho que existe un fenómeno frecuente en los blogs literarios de destapar discusiones desesperadas respecto a Bolaño. De hecho, todo parece indicar que existe una noción cursi y alejada del propio Bolaño, como es el hecho de ser Bolañero. O peor: Antibolañero. La discusión me es, después de todo, aburrida e indiferente. Peor: me termina pareciendo de una desagradable afectación histérica, entre episodios de conversión, ojos en blanco, imitaciones patéticas de Linda Blair en una escena de The Exorcist. En lo personal, creo que aun hoy, no termino de reponerme del todo de la vertiginosa sensación de haber leído Los detectives salvajes, una novela que sabe estallar en las manos con la misma fuerza de un artefacto de ingeniosos explosivos. Aún así, hay que decir que Llamadas telefónicas es un librito prescindible e insustancial que, en más de un momento, le hace sospechar a uno que podría tratarse del típico libro de quien necesita redondear una edición, cumplir con una cláusula del contrato con la editorial, o incluso ilusionarse con la idea de pescar algunos royalties en un momento repleto de apuros familiares.

Llamadas telefónicas, me parece, vale por su autor. No por sí mismo. Vale por el hecho humano, demasiado humano, de mirar a un portento de la literatura escribiendo unos modestos borradores que, siendo honrados, bien podríamos encontrarle a un oscuro adolescente de un taller literario con la cabeza llena de caspa y el corazón desolado por imágenes calenturientas. En algún lugar, en alguna esquina, puede ser que salte de tanto en tanto un gesto llamativo que nos puede hacer pensar en otro página suya, en la prehistoria de un futuro descubrimiento. Vale como arqueología. Vale como consuelo.

Ahora, pensar que en los últimos veinticinco años sea tan difícil rescatar un listado de libros esenciales me hace pensar (y no sé si realmente me importa) que seguimos siendo contemporáneos del mismo centro del siglo XX. Ese lugar donde nacimos. Ese lugar que no termina de irse del todo. Una película que se proyecta en un cine solo donde, en algunas noches, asistimos entrecerrando los ojos, tanteando la gamuza de las butacas, buscando a nuestros padres. Buscándolos con insistencia: aun sabiendo que ya los hemos perdido hace mucho tiempo.

Imagen vía: Argos 11: narrativa
Autor: Alfonso Ayala (Óleo y acrílico sobre fibracel, 40 x 50 cm)

9 de abril de 2007

Exposiciones Espontáneas (10)


Título: Sin Título
De la Serie: Bahia de Cata, Almost Chillout
Autor: Rodrigo Coll
Vía:
Argonáuticas

2 de abril de 2007

A campo abierto


Permítaseme dar un ejemplo, que tal vez peque de ser un poco largo. La literatura es un gran parque, abierto las veinticuatro horas para que la gente pueda ir a pasear por él cuando le plazca. ¿Quién lo cuida? Los viejos guías turísticos, los silvicultores, los empleados de la administración y los irascibles guardas con sus uniformes oscuros y manchados de sudor ya han desaparecido. Si ves por allí a algún responsable, a algún profesional, casi seguro que se trata de un hombre de gesto adusto y vestido con una bata blanca de laboratorio, que tiene el propósito de talar un bosque o desmochar alguna cumbre. Los visitantes van de un lado para otro soltando exclamaciones de admiración, gritos y risas, y expresan infinidad de opiniones ante lo que ven. Dan de comer a los animales, pisan el césped y los parterres. Pero el parque permanece incólume. Se trata, por descontado, del Paraíso Terrenal; se libró del pecado original, y no necesita cuidados.

La guerra contra el cliché, Martin Amis

Texto Vía:
El Hombre que Comía Diccionarios
Imagen Vía: Zancada