31 de agosto de 2006

Sobre el análisis crítico

Hurgando en La vida con subtítulos caigo, de pronto, en Hijos y otros animales salvajes. Allí me encuentro con este post de Natalix que, justo a continuación, corto y copio, literalmente:

27 julio, 2006
Racionalismo Zen

—Ma, ¿qué es la meditación?
—Creo que se trata de no pensar, dejar la mente en blanco.
—Ah, ¿y para que sirve?
—Mucho de eso no sé, pero me parece que es como una manera de ejercitarla. Así después, cuando tenés que usarla para pensar, funciona mejor
—Entiendo, pero ¿y eso de volar?
—¿Vos decís los que levitan, si se puede flotar en el aire por meditar?
—Sí, ¿vos creés eso?
—No, yo creo que se puede elevar el espíritu pero que la ley de gravedad es igual para todos
—Yo creo lo mismo. A la gravedad no le interesa lo que la gente piensa.

Autora: Natalix


26 de agosto de 2006

Para luego leerlo en Li Po

Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable -los seis años- en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos y de Dios, y cuyo imaginario colectivo se correspondía más con el de alguna región de la España del siglo XIII que con el impreciso del país tropical de mediados del xx: Venezuela. Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo; de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero.

Muy temprano supe que mi destino -fatal e ineludible- sería el del guerrero. No obstante, las batallas y derrotas y huidas y deserciones -y alguna herida ingrata- que me aguardaban en un futuro incierto, tendrían como escenario otros paisajes, distintos a los que se vislumbraban desde mi lar montañés; semejantes, más bien, a los campos de lava de las lunas jovianas: Ganímedes, Jo, Europa o Calisto.

Crecí en una casa grande, con techos inclinados y heteróclitos: teja, paja y zinc, ubicada temerariamente al borde de un río torrentoso. Mis primeros recuerdos, nítidos y tal vez reveladores, flotan en aquel espacio: la franja de sol en el corredor una bandada de loros sobrevolando el maizal, mi padre leyendo a la luz de un candil, mi madre cantando una canción de despecho. En muchos de ellos aún me reconozco, otros han sido erosionados por la imaginación, algunos quisiera volverlos a vivir. Elijo uno para mi placer. Veo venir allá en el camino real, un buey cargado con dos tercios de leña y a horcajadas en su lomo un insólito jinete, un muchacho, que conduce al animal como si se tratara de un caballo. No sé por qué aquel espectáculo -a decir verdad, poco usual- me produjo tal arrebato de alegría y admiración. Corrí y salté, anunciando a viva voz la llegada del buey-caballo, una figurafantástica que acababa de ingresar en mi bestiario personal. Años después, por una de esas venturosas conjunciones en las cuales reconocemos el regalo de algún dios, reviví la memorable escena leyendo un poema de Li Fo.


Ednodio Quintero, 1. El buey de Li Po. Kaikousé: hacia un ars narrativa.

Corre, caballo, corre

24 de agosto de 2006

Imágenes Agitadas (1)


Acabo de descubrir a John Heartfield, artista y precursor del fotomontaje en la oscura noche de la Alemania nacional socialista, autor de esa maravilla de inteligencia y mordacidad que es la imagen que acompaña a este post.

En la imagen (que puede verse aquí, en mayor tamaño), una entusiasta familia nacionalsocialista devora con ahínco los restos de una bicicleta. El texto original, bajo la imagen, dice así: Hurrah, die butter ist alle!, lo cual vendría más o menos a decir algo así:

¡Hurrah, se acabó la mantequilla!

Y luego, abajo, la trascripción de una estúpida frase de ese otro dinosaurio delirante que fue Hermann Göring, a propósito de la escasez de alimentos:

El acero siempre ha hecho fuerte a una nación, la mantequilla y la manteca siempre han hecho a la gente gorda

Sólo por complementar: Art.blogging trae esta breve referencia sobre Heartfield:

Prohibido por el tercer Reich y vuelto a descubrir por la república democrática alemana, los fotomontajes de John Heartfield fueron creados durante los caóticos años de la Alemania de entre guerras. Manipulando las fotos que encontraba en la prensa, las llamativas imágenes de Heartfield se inspiraban en la desconexión que él veía entre los retratos de la realidad reflejados en los medios de comunicación y el caos que veía a su alrededor. Nacido con el nombre de Helmut Herzfeld, Heartfield (1891-1968) decidió matizar su nombre con un anglisismo en 1916 como protesta contra el repulsivo patriotismo pro-belicista de la primera guerra mundial. Miembro tanto del partido comunista alemán como del grupo dadaísta de Berlín, su trabajo adquirió un tono cada vez más político a medida que los tiempos se hicieron cada vez más volátiles. Una vez disuelto el movimiento dadaista, se centró en crear un trabajo que tenía un claro matiz político y, también, de agitación.

Su obra estuvo recientemente en exposición en el Getty Center, bajo el título: Agitated Images: John Heartfield & German Photomontage, 1920-1938.

Ni qué dudarlo: el arte suele encontrar formas elegantes de señalar la realidad ante el abismo de lo fastidioso, lo ampuloso y lo estúpido.

No basta, claro, pero en algo alivia.

ACTUALIZACION(ES)
(...Un rato después)

Aquí, en Periodismo de Paz, otra forma de analizar la historia de uno modo sereno, elegante e inteligente.

(...Unos días después)

La semana pasada, mientras seguía con una emoción que fluctuaba entre la pena-ajena, la sorpresa y la venganza poética, los comentarios justificatorios con que los entusiastas gobierneros intentaban, pedagógicamente, demostrar al mundo la belleza que escondían los desplantes, simplificaciones y torpezas del rollizo alcalde mayor, caí, como de pasada, en una página que se esforzaba, en serio, en demostrar que la vida siempre acaba de superar al arte: un conjunto de organizaciones denomidadas como auténticas representantes del sentir nacional,( entre las cuales firmaba casi cómicamente una empresa de trasporte de gasolina), se empeñaba en redactar una nota de apoyo al alcalde, dejando claro de una vez y para siempre que así se debía gobernar de ahora hasta la misma eternidad.

Cierta pereza, algunas cosas más importantes en qué gastar el tiempo, unos días de playa, me hicieron abandonar la tentativa de ofrecerla como link alternativo al fotomontaje de los alegres simpatizantes comedores de bicicletas que propuso, en su momento, nuestro amigo Heartfield. Hoy, al intentar encontrarla descubro, con pesar, que la página desapareció del ciberespacio, con la misma órbita errática de un plutón desdeñado.

Ni modo. Es toda una pérdida para ese proyecto ambicioso que significa la documentación de un fanatismo pero, de pronto, termina siendo hasta mejor.

Por eso, no me queda de otra sino dejar un par de links sobrios y razonables del periódico de ayer domingo que, por estar en el mar donde la vida es siempre más sabrosa, apenas llego a leer en diferido la tarde de hoy. Es este, y este otro.

19 de agosto de 2006

Cuerpos Leídos (1): El Manual del Distraído

Vi por primera vez El Manual del distraído de Alejandro Rossi sobre las piernas torneadas de L., (novia fugaz a quien casi acababa de conocer, a quien apenas comenzaba a tocar con el músculo tenaz de la mirada), en el andén de autobuses con rumbo a Choroní, a principios de los 90. Lo miré, escuchando sin demasiado interés el motivo confuso y entusiasta, vagamente trivial, por el cual lo había comprado: ella también se sentía distraída, todo se le olvidaba. Tenía la impresión que algo debía ocurrir con su cerebro. Sentada en un banco del andén ella me preguntaba, (en realidad: se preguntaba en voz alta, al tiempo que se jugaba con su larga cabellera castaño) si no me parecía que, de pronto, pudiese tener un déficit de atención o alguna otra forma de locura. En cierta forma, era una persona algo extraña. Comenzaba a comprender su drama: era una mujer voluptuosa, casi lasciva, que había decidido hacerse interesante a fuerza de citas enrevesadas, de pistoletazos de cultura general sacados de las Selecciones del Reader´s Digest. Parecía estar orgullosa de ese propósito y por eso insistía, duro, en ello.

A su lado, yo me dejaba guiar, con razón, por pasiones vagamente románticas. L. era mayor que yo: vivía en otra ciudad, tenía un carro, tenía una liberalidad nominal que superaba, con creces, la de casi todas las mujeres que hasta entonces conocía. Por eso, quizá, me bastaba mirar en ese andén su cuerpo vertiginoso, oculto (aún) bajo la superficie volátil de un vestido corto para sentir una exaltación de un anhelo antiguo convertido en realidad, para suprimir cualquier otro estímulo del mundo conocido, para simular algún género de interés en sus amagos de conversaciones falsamente eruditas. Era por eso me daba relativamente igual que L., ingenuamente, esperase encontrar en su libro la fuente de narciso entre flores de loto o cualquier otro género de la botánica, la clave secreta de algún fetiche de la autoayuda: bastaba mirar la editorial, escuchar de sus labios la reseña de la contraportada que decidió leer en voz alta donde decía, entre otras cosas, que los textos habían aparecido originalmente en la revista Vuelta y que era prologado por Juan Nuño, para comprender que poco o nada tendrían que ver con un instructivo para mejorar la concentración o desarrollar, de una buena vez por todas, una fórmula infalible de lectura veloz. Allá ella, pensé: ya se enteraría. Prefería mirar sus labios pulposos, el abismo que se abría en su escote. Mis intereses eran adolescentes, sencillos, sumamente concretos y flotaban en otra parte: se concentraban en desear, en silencio, un abismo de tacto; me basta con pensar que, además, en algún lugar de mi mochila me esperaba imantado, brillante, mi primer ejemplar de la Rayuela de Julio Cortázar comprado unos días atrás, apenas leído. Me bastaba con jugar con la estimulante idea que el cuerpo de L. y Rayuela podían ser un paraíso propicio para el ardor de la lectura de tres días seguidos. Quería leerlo todo.

Volví a ver al Manual del distraído, dos, tres horas después de haber subido a un autobús ruinoso, con música de salsa y repleto de animales; de recorrer, con el alma en vilo, las curvas desquiciadas de la carretera del Henry Pittier. Esta vez, ella lo había dejado sobre la cama, en el momento en que hurgaba a toda carrera en su mochila antes de salir al último sol de la playa, a la vez que gritaba, aterrada, alborotándose el cabello, riendo, ante la sola idea de haber dejado el bikini, el bronceador, la vida entera. Ni se me ocurrió tocarlo. Tumbado en una cama vacía (sólo conseguimos una habitación de cama doble), fumaba un cigarrillo con la mirada fija en el vértigo de sus formas, de su cuerpo aún vestido, sin dejar de preguntarme si no sería cuestión de abalanzarme sobre ella de una vez, recorrerla toda, en lugar de ese exceso de afán turístico que significaba caminar hasta el mar, nadar en un rito de tritones y delfines cosa que, después de todo, fue lo que hicimos.

Fue por eso, quizá, que sólo terminé dándole una verdadera mirada al libro al filo de la madrugada, casi al borde de la cama individual que compartíamos e iluminado por la luz de una mesita de noche, bajo el efecto casi mágico de un bandazo de luz de luna que entraba por el ventanal de madera y se estrellaba como un fuego sordo, muy blando, muy lento, sobre el descampado de sus senos desnudos, sonrosados por la tarde de mar, cercanos, recién descubiertos.

Era tarde, hacía calor, ella ya dormía. Yo acababa de comprender cuatro cosas y estaba sorprendido: L. era una máquina sexual prodigiosa: pura lujuria en un universo de carne palpitante que no podía compararse, ni de lejos, con los menguados ardores que hasta entonces había conocido. La segunda: en verdad el mundo era irónico pues, pese a la gloria de sus caderas, el ímpetu de su deseo, mantener una conversación con ella era una labor tenaz, casi extenuante. La tercera: ése libro, comprado por error, era una maravilla que era preciso leer cuanto antes. La cuarta: acabado el fogonazo de esa pasión recién estrenada, debía considerar seriamente la posibilidad de robarle el libro y huir, pues ella misma me había dicho, como nota de página de un parloteo exaltado, que el libro estaba agotado.

Después de apagar la luz, e iluminado apenas por el punto de braza de un cigarrillo, comencé a a considerar (supongo que a todo el mundo debe pasarle algo así) si acaso L. no sería una versión de la Maga de Cortázar, si acaso estar junto a ella no era ver a una mujer de cuerpo palpitante, desnuda ante mí, sosteniendo una vela. Después de pensarlo un poco decidí que no, que no lo era. Comprendí que debía trazarme un plan preciso que era, después de todo, casi una bitácora del deseo y la pedantería: dejarme caer tanto como fuese posible por esa montaña rusa que era su visión del sexo, del sudor y los gemidos; leer, en los intermedios, tanto de su libro como me fuese posible.

No contaba, por supuesto, con que todo rapto es exigente, demandante, exhaustivo.

Apenas pude cumplir a medias con mi cometido. Aún así, lo poco que leí significó el estallido de un descubrimiento. Leer a Alejandro Rossi en ese tiempo todavía ingenuo, donde todo apuntaba a las pasiones exageradas, fue como descubrir a un malabarista anónimo, tímido, brillante, haciendo un número en una plaza casi desierta: no abusaba de la emoción, no necesitaba disparos imprevistos, pasiones melodramáticas, parloteos azucarados. Rossi se bastaba, se hacía grande jugando con las palabras. Colocándolas una al lado de otra y haciendo, con ellas, una obra mínima, una maravilla.

Su personaje principal era él mismo involucrado en situaciones peligrosamente cercanas al más riguroso aburrimiento: un relato de estudiante estacionado en diversas fronteras menores, incapaz de sellar un pasaporte. Una visita a un odontólogo en una ciudad de Inglaterra. El complejo laberinto (el peligroso laberinto) de si debía escribir o no una carta a un hermano distante pidiendo dinero prestado. La descripción de un apartamento en Ciudad de México y, junto a todos los detalles de ese mobiliario, trazar una cantidad de gestos diminutos que eran capaces de describir todo un hábito, un sistema de vida.

En sus historias, los mosquitos volaban y eran verídicos, la cerveza se calentaba, las uñas eran objetos grandes y bien cortados. En sus historias, la gente se aburría de veras y, muchas veces, no pasaba nada. Desde ese precipicio de aburrimiento, desde ese mirador peligroso y extraño, Rossi escribía sus magníficos relatos.

Sus textos, además, estaban signados por otra pirueta inquietante: lograban contar algo al tiempo que se preguntaban si, en efecto, deberían contarlo de esa manera: narraban un mundo, sugiriendo a cada palmo que era sólo eso: un invento, una historia que bien podría ser falsa debido al exceso de algún truco del género, del énfasis.

Al final del día siguiente junto a L. (entre saltos desesperados al vacío de los fluidos, entre maravilladas exploraciones dentro de la avidez de una caja de música deliciosa, visitas a la playa, comidas frugales adaptadas a un presupuesto de estudiantes) comprendía que, efectivamente, el manual del distraído no contaba con consejos útiles para L. y sus problemas para mantener la atención fija en los objetos, para no perder las cosas: el manual del distraído era, en realidad, una recopilación arqueológica e inquietante de cómo se podía contar con elegancia lo que normalmente pasa cuando uno vive y se aburre. Es decir: cuando alguien coloca un rayo de brillantez sobre una vida vagamente monótona, repleta de episodios nimios tal como era, como estaba dejando de ser, precisamente, la vida que entonces tenía.

Al final, no fue preciso robarlo. Dos, tres meses después, encontré el libro en una librería de viejo en una calle atestada de carros, en mitad de una ciudad vasta y plana en la que no paraba de llover. Tampoco hizo falta huir. O no de inmediato. Todo consistía en recorrer cada fin de semana una autopista repleta de camiones de colores mojados por la lluvia, encontrarnos en una ciudad intermedia y encender un fósforo tras otro en una sucesión de oscuras habitaciones de alquiler, de ceniceros repletos de colillas gastadas. Una vez acabada de la caja apenas quedaba, como de costumbre, un rectángulo de cartón. La fosa donde habría de sepultarse un último gemido.

El manual del distraído me cambió por años (quizá para siempre) el modo de entender ciertos relatos: la manera de mirar los detalles, la épica que se esconde detrás del trámite cotidiano. Ahora, a tantos años de distancia de esos meses donde estalló el imperio de la lujuria, al lado de una mujer exagerada que quizá me quiso, terminan dando ganas de agradecer tanta generosidad de carne, de agradecer, incluso, (ya sin ironía), su distraído y cándido entusiasmo ante la literatura.

Exposiciones Espontáneas (7)

16 de agosto de 2006

La literatura como liberación (1)

Lo que nos faltaba: ahora resulta ser que los funcionarios de la cultura neobolivariana tienen todo el propósito de salvarnos, (una vez más: pero esta vez para siempre), del pernicioso hábito de ver el libro como un objeto mercantil.

Me entero de esta noticia por GeorgeLetralia quien, a su vez, tomó nota a partir de Juan Carlos Chirinos. Veo, además, que ya Jorge había referenciado el desplante que le propinó la representación venezolana a los organizadores de la Feria Internacional del Libro de Bolivia, desplante que me tendría sin cuidado a no ser por lo inmensamente estúpido, mal intencionado e hipócrita del razonamiento.

Siguiendo un link del mismo post leo que lo dice (lo que dijo) el burócrata de turno, a modo de explicación, a modo de hipócrita lugar común:

Nosotros no creemos que el libro es una mercancía, más bien creemos que es un bien cultural, un instrumento de lucha y libración de los pueblos.

Para, luego, obtener este otro paradójico complemento mercantilista a la imbecilidad por parte de otro burócrata más:

Vimos también que la participación dentro de la Feria se reducía, siendo que nuestra representación trae a más de una decena de intelectuales venezolanos... Venezuela ha traído 25.000 libros de 1.500 títulos para circular en las calles, pero nos dan un espacio muy pequeño para todas esas cajas

O este, más cercano al arquetipico problema del petrobilletazo a la venezolana:

Traemos a gente de la calidad de Luis Britto García, Ramón Medero, Eva Golinger, Yury Weky, Ronny Velásquez, Luis Laya y Stefania Mosca, a quienes le habían reducido su participación a una sola conferencia. Nuestro gobierno hace un gasto enorme y aunque somos los invitados especiales nuestro stand es tres veces más pequeño que el de transnacionales como Planeta, Santillana o el de Estados Unidos. Por eso tenemos que hacerles un espacio alternativo y poner el acento de nuestra participación en la calle.

(La decena de intelectuales venezolanos, casi no vale la pena decirlo, no tiene por qué ser personas que con justicia puedan haberse ganado el reconocimiento y respeto de su labor artística e intelectual, pueden ser (como en efecto dejan ver algunos nombres, los que se distinguen del resto del listado telefónico), los eternos chiguires enchufados al negocio de la bolicultura: una mezcla de santa indignación con uno que otro jugoso dividendo).

Tanto el post de Jorge como el de Juan Carlos Chirinos nos llevan a una referencia que no tiene ningún desperdicio: un artículo escrito por Juan Carlos Lechín sobre el episodio de bolimperialismo libertario. Aquí puede leerse completo, gracias (otra vez) a la generosidad noticiosa de Jorge Gómez.

Copio sólo un comentario del agudo artículo de Lechín sobre el gesto bolilibertario:

(...) algún cable político se cruzó y de pronto desalojaron la feria sin explicación alguna, y apareció un trío del Cenal dando una conferencia de prensa, como las que hacíamos en la Central en los 70. Capitaneaba la histérica turba Ramón Medero (presidente del Cenal) argumentando, con el índice en apasionada agitación, que esta feria boliviana (a la que Venezuela ha asistido en los últimos 10 años) era la "mercantilización del libro". ¡Imagínense ustedes! Los representantes de un Estado que por mercantilización del petróleo recibe 150 millones de dólares por día, enrostrándole al país más pobre de América Latina su mercantilización del libro. Qué paradoja. Todos los millonarios bolivianos no hacen un cuarto de la fortuna de Cisneros.

Ah, si el futuro de los libros (neobolivarianos o no) pudiesen tener el mismo éxito que los bolifuncionarios que ni los escriben, ni los leen, pero que con tanto furor nos representan en nombre del ideario que el más sutil teniente coronel que ha existido sobre la tierra ha tenido la gracia de concedernos.

15 de agosto de 2006

Más motivos para escribir


En una entrevista realizada a Brady Udall a propósito de los motivos por los cuales decidió escribir esa maravilla de libro que es The miracle life of Edgar Mint (Norton, 2001), comenta:

En realidad, el ex-novio de mi esposa fue arrollado por un camión de correo, igual que Edgar en el libro. Este tipo estaba saliendo con mi esposa al mismo tiempo en que lo hacía yo (sin yo saber nada) y cuando ella finalmente lo admitió, yo pedí saberlo todo sobre ese bastardo. Entre otras cosas, ella me dijo que en su juventud el había sido arrollado por un camión de correo y que había quedado tan seriamente lesionado que incluso se pensó que había muerto. Resultó ser que sobrevivió y terminó por convertirse en mi rival por el afecto de mi entonces futura esposa. En fin, el caso es que después de la confesión de mi esposa, salí en busca de este tipo --no para darle unos golpes, sino para verificar su historia. Lo encontré en su apartamento y de un modo muy gracioso me contó toda su historia. Me dijo que había una sola cosa que deseaba hacer en su vida: encontrar a aquél cartero que le atropelló y decirle que él estaba bien, que había vivido una vida saludable, una vida normal. Mientras hablaba, lo apunté todo en una libreta, sabiendo que algún día acabaría por escribir un libro sobre eso.

Dios, no llevo la cuenta, pero qué cantidad de literatura tiene como punto de partida algún suceso relacionado con los terrores inherentes a perder a la mujer que se quiere, con los velados fantasmas que amenazan ese relato tórrido al que llamamos amor. Exagero, con toda seguridad, pero quizá sea válido notar que los antiguos duelos entre caballeros, en cierta forma, en cierta proporción, acabaron por ser desplazados por el duelo con un bolígrafo, un bloc de notas, el teclado de una máquina, el fantástico recurso de la ironía, la venganza simbólica o como quiera que pueda llamarse.

Tampoco me atrevería a afirmarlo muy enfáticamente, pero casi estaría dispuesto a pensar que se trata de otro ejemplo en el que la literatura termina por contribuir con la calidad de vida de nuestra curiosa comunidad humana.

Aquí, un ejemplo posiblemente diferente, pero de todos modos más que notable.

12 de agosto de 2006

Dos episodios de violencia tipográfica



Leyenda: "Words creat worlds"

De:Anagram Bookshop

Vía:
Ads of the world

El arte de no ser coqueta

Después de la enfermedad y de limosnear
desde su lecho
mi madre se vistió
con grises zapatos abotinados
medias abolsadas sobre las piernas encogidas
un saquito naranja
con botones de fantasía
y un sombrero de paja
azulado cubierto
de flores plásticas

Entonces
se fue a la calle
con pasos cortos hacia la esquina

nada menos
que mascando chicle

hizo reir a la familia
otra vez

no era coqueta
era fuerte


June Jordan. Poema: el espíritu de Mildred Jordan.
Traducción:
Diana Bellesi. En: Diez poetas norteamericanas (Ediciones Angria, 1995)

10 de agosto de 2006

Un episodio arqueológico


No lo sabía: Esquire está al aire (o al papel, para el caso da casi lo mismo) desde Octubre de 1933.

Precisamente, la imagen de este post corresponde con el cover de esa primera edición que prometía concentrarse en la ficción, los deportes, el humor, la ropa, el arte y las caricaturas, o en otro términos, casi todo el inventario temático políticamente correcto por el cual podría interesarse el hombre de aquella época (cómo se nota que los carros eran, todavía, un artículo que giraba en otra órbita del consumo y que las rubias y morenas en tanga estaban, todavía, un poco lejos de la nebulosa comercial de los años siguientes entre buenos dividendos de postguerra y convenientes métodos anticonceptivos).

Tampoco sabía esto otro: aquí, puede visitarse la amplia galería de covers de una revista que, al menos en el pasado cercano, significó un lugar privilegiado para mirar de cerca qué demonios estaba haciendo toda una generación de cuentistas en lengua inglesa.

Por cierto, visitar la galería es dar un largo recorrido por portadas que son, al mismo tiempo, imágenes casi arquetípicas de una buena parte de una historia que todavía estamos viviendo. O lo que es casi igual: un recorrido optimista, vagamente naïf, dentro de ese vasto álbum de familia que fue el alegre desenfreno del siglo XX.

8 de agosto de 2006

Los duraznos salvajes

Indios


El mundo es pequeño. Mínimo. La semana pasada, justo la noche antes de salir de viaje por unos cuantos días, encontré este cuento: What You Pawn I Will Redeem, de Sherman Alexie, traducido y amablemente publicado en su elegante blog por Mauricio Salvador. Lo leí de un tirón, como casi siempre se leen las cosas que en realidad interesan. Al terminar, recordé otro cuento indio memorable: Incursión nocturna, de Brady Udall, incluído en ese recuento meritorio de buena narrativa que es habrá una vez: antología del cuento joven norteamericano. Aunque intenté ubicarlo entre esa marejada feroz que, de tanto en tanto, se vuelve la propia biblioteca, no lo encontré y terminé conformándome con acostarme pensando en la imagen de un gigantesco apache conversando con un pequeño perro en un jardín reseco.

Pero el mundo es pequeño, mínimo. Así que no bastó con que al día siguiente saliese de Caracas y tuviese que recorrer el mapa agujereado de la vialidad de los estados centrales. Ni que la luna centelleante de la meseta de Bariquisimeto (ese otro residuo indio de la historia patria) iluminase un filón de la habitación del hotel donde las inmesas pestañas de muñeca de Alejandra se batían serenamente entre sus manos y la almohada, lejos de esos otros parajes indómitos que nos esperan en los sueños. Tampoco bastó recorrer kilómetros enteros de ilusiones ópticas: falsos Oasis sobre el pavimento de las carreteras de los llanos occidentales. Ni siquiera trepar las elevaciones de la cordillera, permanecer tres días entre el descampado lunar de los páramos, o saltar, luego, al vacío newtoneano que se abre justo antes de la meseta de Mérida. Justo cuatro días después de pensar en todas esas historias de indios, quince minutos después de bajarme del carro en el mercado de Mérida, habría de encontrarme con un puesto ambulante de libros y, en él, casi de entrada, con una belleza que dificilmente habría podido soñar encontrar en alguna librería de Caracas: La milagrosa vida de Edgar Mint (The miracle life of Edgar Mint) una novela escrita, precisamente, por el mismo Brady Udall y su remota obsesión por el mundo apache.

Al salir de viaje, Alejandra y yo hicimos algunos chistes fáciles sobre qué haríamos en caso de encontrar por el camino a un remoto timotocuica. El mundo, que no sólo es pequeño, mínimo, sino frenéticamente literario, nos entregó una mejor alternativa: regresar con la historia de Edgar Mint. Regresar con Edgar Mint y otro de sus pequeños y significativos milagros: aparecer más allá de los páramos, darle sentido premonitorio a todos los episodios comanches que estallaron en diferentes momentos de la semana.