28 de octubre de 2006

She´s a rainbow

Abro los ojos: el reloj marca las 10.30 a.m. de otro día en el que me quedo dormido. A esta hora ya debo tener tres o cuatro mensajes de voz en el celular con chillidos histéricos y absolutamente prescindibles que no me interesa escuchar, que acaso revisaré cuando acabe la mañana, con la convicción de tener cosas más importantes qué hacer que resolver problemas de oficina que, en el fondo, no le interesan mayormente a nadie y para el que, dicho sea de paso, no me pasé un montón de años estudiando un oficio que poco o nada tiene que ver con la burocracia y la bobería. Aún dormido, comprendo que mi verdadero problema, si es que existe, consiste en que acabo de sentir una presión en la bóveda craneana que me hace recordar el malestar de las resacas. Conozco el motivo: me ocurre que, al margen de los papeleos de oficina, día a día intento terminar la revisión de un proyecto académico mientras que, desde el intercomunicador para bebés, escucho a cada rato los sonidos y gorgoteos de una niñita con el Jet Lag que podría tener alguien que acaba de llegar del planeta Marte. Por ese motivo, en parte, avanzo con la misma velocidad de una pesada y dichosa máquina recolectora de hojas secas en mitad de una ráfaga de viento del otoño. Hoy, peor que ayer, el deadline de esa entrega arroja la sombra rítmica y afilada de un segundero gigante sobre la pantalla de mi computador. Casi no me importa. Aún así, la noche anterior estuve hasta tarde en ello, perdido en esa marisma desesperante que consiste en escrudiñar entre los criterios formales de la APA, a la caza de un gazapo, de un error que pueda poner en peligro el equilibrio mismo del universo, o algo incluso peor y que seguramente ignoro. Decido que tendré que tomar un tylenol o atenerme a las consecuencias de una falsa resaca en seco taladrándome el cráneo durante todo el día. A mi lado, Alejandra duerme un sueño profundo, reposado, que combina bellamente con el prodigio del castaño de su cabello bien peinado, con el mismo gesto de manos que hace su hija recién nacida, pero no con el sólido bandazo de luz que entra por la ventana. Me sorprende el modo como es capaz de mantener una elegancia tan natural a pesar de esa labor titánica que significa alimentar y cuidar día y noche a una niñita recién nacida. Eso sí es tener estilo.

A un paso más allá, junto a la cama, la Niña Argonáutica también parece estar dormida. O debería estarlo. Me levanto, superando un edredón caído al piso, la vívida nevada que han dejado los algodones de make-up que se lanzaron desde la estantería en algún momento de la noche, un par de medias sin usar, un mameluco en fuga. Llego al corral y me encuentro con que la Niña Argonáutica se está pasando bien el rato con los ojos muy abiertos, afanada en la pasión, en el deleite de chupetear sus diminutos dedos entrelazados. Está de lado, acunada por el posicionador que le compré días atrás y que nosotros hemos suavizado un poco con colchas de animalitos de color pastel o de jardines de fantasía. De tanto en tanto, emite un sonido agudo que se acompaña con un movimiento de sus piernas. Al verla, parece representar un plácido desplazamiento en bicicleta. Todavía a medio dormir pienso, sólo por pensar, que ese pequeño grito de placer es un remoto anticipo de su voz, que en unos años, ese grito será el pasado prehistórico de sus conversaciones, de un lenguaje privado, de una estética que habrá de pertenecerle. Levanto el mosquitero y acerco mi mano al volumen pálido y breve de su cuerpo. Todo es nuevo para ti, todo está por ser construido, le digo, al tiempo que suelto los botones bajos del mameluco y le doy una mirada rápida al interior del pañal de pálidos ositos. Ninguna sorpresa: hay que cambiarla. Repaso mentalmente el procedimiento. No me interesa aparentar una destreza que no tengo, pero comprendo que puedo hacer el cambio, que no tengo que sacar a la exhausta Alejandra del vacío plácido de sus sueños.

En silencio, desando el estallido de objetos que han rodado por el piso, tomo la cesta y reviso que, en efecto, esté el pañal que dejamos allí para cada cambio, la crema lubricante, los cotonetes, el dispensador de toallitas húmedas y, al lado, el cambiador de plástico con pajaritos regordetes de colores imposibles que flotan entre notas musicales. Me viene a la mente un chiste fácil que se me ocurrió en estos días y que repito de un modo que es casi compulsivo: vivo una vida entre pampers y papers. Es una tontería, pero se trata de una de las pocas cosas con las que siento que puedo defenderme pudorosamente de las preguntas bien intencionadas, pero aún así exasperantes, que día a día me piden responder. ¿Cómo es tu vida ahora? Pues una vida entre Pampers y Papers, digo, y si tengo suerte, el interlocutor sonríe.

Tengo otra respuesta modelo. Es sobre el tema de caminar por las nubes. No es, no pretende ser un hallazgo literario: es, llanamente, un cliché. Pero es el tipo de cliché con el que me siento tranquilo. Con el que creo poder decir algo distinto a lo que sería la respuesta más sensata y, sobre todo, más obvia: no hay nada qué decir cuando se tiene a una niña recién nacida en casa. Lo único que hay es una emoción sobrecogedora, el deseo tierno y agradecido de querer romper en llanto, de agradecer a lo que sea que se deba agradecer por el regalo más maravilloso que pueda imginarse. Lo he pensando algunas veces en estos días (el tiempo que me roban algún atasco en el tráfico) y creo que, después de todo, decir que se camina por las nubes, con todo y su sabor a canción del verano, es la única frase plausible que se me ocurre decir, sin tener que agobiar a nadie con el milagro dulce pero, sobre todo, muy privado de asistir en primera fila al inicio de una nueva vida, de una fábula en formación. ¿Cómo te sientes? Como quien camina por las nubes. El que sabe, pienso yo, entiende.

Y aún así, es correcto. Es justo lo que hago en este momento. Camino por las nubes sobre las que flota esta habitación, este color de la mañana, esta sensación a pequeña rutina redentora donde sólo están las dos mujeres que más me importan, donde sólo está el circulo magnético de un remoto vestigio de especie, de un intrincado sistema de imágenes y emociones íntimas. Y es, de hecho, justo desde ese territorio acolchado que me ofrece una nubecita dentro de una habitación iluminada por el silencio de la mañana, que me acerco hasta la Niña Argonáutica después de haber dejado sobre la cama la cesta de los cambios, la sujeto con cuidado con mis dos manos (maniobra que ella sigue con un gesto vagamente displicente, sin dejar de chupetear sus dedos) y la elevo en todo su rechoncho volumen de osezna para luego colocarla en un descampado de la cama, muy cerca de esa otra belleza que es su mamá aún dormida. Vivo en una casa repleta de muñecas, pienso, sintiendo que me acerco a otro lugar común repleto de sentido. Entonces ocurre que She´s a rainbow, de los Rolling Stones, estalla en algún lugar de mi memoria, como la justa banda sonora para este instante maravillado y agradecido de la vida.

25 de octubre de 2006

In Fabula: Albas Escogidas

El mundo de las fábulas es un mundo matinal. Casi en cada página, el Pentamenore está iluminado por un alba o por una aurora. Diríase que, para Basile, el tránsito de la noche al día (y a la inversa) forma parte de la puntuación, obedece a una necesidad sintáctica y rítmica, sirve para indicar una pausa y una reanudación, un punto y aparte.

Pero mientras que los signos de puntuación son forzosamente iguales siempre, las albas de Basile se manifiestan con una metáfora distinta cada vez; si procediéramos a enumerarlas todas, reuniríamos una colección sumamente rica. Croce empezó su ejemplificación del arte perifrástico de Basile con cuatro "albas escogidas". No nos queda más que continuar con el catálogo.

Italo Calvino. El mapa de las metáforas. En: De Fábula (1988/1998).

Aquí, una nueva imagen para el catálogo de los amaneceres de la historia universal de las fábulas:



16 de octubre de 2006

La belleza de los gestos


Modelo: La niña argonáutica
De la serie: Primeros Días
Fotógrafo: (aka) Rodrigo Coll

12 de octubre de 2006

Los ríos metafísicos

Me gustaría tener algunas cosas interesantes qué decir sobre los ensayos nucleares de esta semana impulsados por Kim Jong-il, el diminuto dictador de Corea del Norte y quien, para bien o para mal, es preciso decir que conserva un sorprendente parecido a los personajes de South Park.

Al menos en un tono hipotético, pensar en Kim Jong-il debería ser un tema importante, pues pese a los muchos obstáculos que ha tenido nuestro boligobierno para acercarse a él, todo hace pensar que representa una figura dulce y muy querida en el tórrido corazón del bolifuncionariato. De hecho, no me sorprendería en lo más mínimo que en unos pocos meses le inauguren una placita en algún lugar de Caracas por servicios a la humanidad o cualquier otra bolicursilería como puede ser, por ejemplo, la celebración de su cumpleaños, episodio que los pobres coreanitos están obligados a celebrar como una fecha patria. (Ah, cuán predecible es el apetito de los tiranos particulares; pensar que eso está dicho, incluso, hasta en Cleopatra´s Cat, esa vieja canción de mediados de los 90´s de Spin Doctors: They got holidays all in his name, and all a tyrant needs is fame).

Sin otra cosa mejor qué hacer, uno podría ponerse a pensar que si ya somos hermanitos del gobierno iraní, responsable de la persecución y el destierro de tantos ciudadanos de ese país cuyo más grave pecado ha sido el no simpatizar con el absurdo de un estado fundamentalista y teocrático, ¿no sería de lo más fantástico hacernos superamigos de los nuevos mafiosos nucleares del mundo? Todo un temazo al que naturalmente cualquier persona en su sano juicio podría interesarle discutir. Aunque sólo sea por el puro placer de hablar en voz alta, naturalmente.

En fin, el punto es que por mucho que me gustaría poder distraerme un poco con esas historias de éxito nuclear de nuestros remotos hermanitos, la realidad, que es mucho más cruel, infinitamente pertinaz, se ha empeñado en hacerme caer en cuenta de una tragedia privada y atroz: modestamente, vivo en un edificio de Caracas donde no llega el agua desde el día lunes.

Mucho peor: donde los funcionarios adscritos a ese organismo vagamente kafkiano que es el encargado de administrar la distribución de agua en la ciudad, pese a las llamadas de un montón de condenados a la más grave sequía, apenas comenzaron a enterarse de la existencia de un problema grave un par de días después.

Me lo explicaba ayer, temprano en la mañana, una vecina del piso tres cuyo amarillo intenso de su cabello se hacía más etéreo bajo el resplandor de la luz de principios del día: colocar una denuncia de falta de agua exige presentar un par de intrincados datos numéricos sobre el edificio que, como es de esperar, nadie dispone. Así, súbitamente, participar la falta de agua a la burocracia responsable de asumir el tema se comienza a convertir, de pronto, en el primer paso para la construcción de un sistema filosófico, un debate ontológico. También en una oferta creativa de trabajo, del tipo: Joven desempleado, conviértete en operador de nuestra empresa y descubre el fascinante, el excitante mundo de los problemas metafísicos: ¿Agua?¿Existe el agua?¿Cómo me prueba Usted que, en efecto, se ha ido el agua?¿Cómo me prueba Usted que esto que ocurre ahora no es un sueño, que todos no somos otra cosa que espectros?

La ironía, la curiosa ironía, es que todo esto pasa en días donde ha llovido una o dos veces a cántaros. Donde el agua es sólo un fenómeno outdoor. Una excursión, un picnic externo, como quien dice o podría querer decir.

Pensando en estas cosas que tanto alejan mi interés de la locura del mundo y me hacen permanecer a la expectativa del anhelado traqueteo de las cañerías, leo en Vivir es cuestión de método, de Jesús Nieves, el triste debut en la violencia caraqueña que se vieron forzados a vivir los artistas de la agrupación Madredeus, a sólo horas de haber llegado a Caracas, intentando atravesar la trocha que sustituye lo que, algunas vez, fue un viaducto sobrio, moderno, eficiente. Ser asaltado en Caracas es una noticia tan común como el hecho de ser un niño mordido por un perro salchicha. Estar a punto de morir dos veces en una misma noche es, ya, la hipérbole de lo noticioso: la historia de un niño desalmado que muerde con furor a un pobre perro salchicha. Justo eso fue lo que le pasó a la gente de Madredeus: no acababan de recuperarse del todo del mal rato en la autopista, cuando a punto de llegar hotel donde se hospedarían, de pronto se encontraron en mitad del fuego cruzado de un operativo policial. Eso es lo que se llama gastar en un día dos vidas de un gato.

Leyendo la historia, a uno se le ocurre qué pudo haberles pasado por la cabeza a ese gente si supieran que sólo una semana atrás, nuestras bolifuerzas armadas masacraron a un grupo de mineros al Sur del país y que, de nuevo esta semana, han vuelto a hacerlo: como quien no puede sustraerse de una vocación que no cambiará jamás.

Una simple frase del productor y arreglista del grupo, Pedro Hayres Magallanes, viene a contemporizar empáticamente la tragedia de vivir en este experimento del deporte extremo que es Venezuela:"Ahora entiendo la angustia en la que viven los venezolanos".

Viendo estas cosas sólo se me ocurre una pregunta ingenua. Esta: ¿Algún entusiasta seguidor foráneo del liderazgo poético del teniente coronel-presidente Chávez quien, además, sea un habitante de algún país del primer mundo amenazado por la mirada atómica furiosa y levemente estrábica de Kim Jong-il estaría interesado en cambiarse de país con mi familia y conmigo?

Se escuchan ofertas. Entre tanto, tengo previsto pasar el rato sumergiéndome en los ríos metafísicos de Heráclito de Éfeso, al parecer, las únicas aguas posibles.

8 de octubre de 2006

Interpreter of Maladies




Leí por primera vez a Jhumpa Lahiri en ese hermoso libro antológico compilado por Juan Fernando Merino que es Habrá una vez: antología del cuento joven norteamericano, donde también aparecen narradores tan eficientes como Elissa Wald, Brady Udall, Amy Bloom, Rick Bass, Diane Schoemperlen y Susan Perabo.

Al terminar de leer el cuento de Lahiri pensé que lo que había interpretado como un leve gesto de fascinación y entusiasmo en la nota de presentación de la autora que antecedía al cuento estaba, en realidad, más que justificado: Una Medida Temporal (A Temporary Matter), la historia seleccionada, era mucho más que un cuento bien escrito. Era un cuento maravillosamente, dolorosamente bien escrito. Seguido a la constatación de tal descubrimiento, construí un post-it mental con el nombre de Jhumpa Lahiri, como quien alimenta una pasión editorial sin esperanzas.

Fuera de toda previsión (como en una película cuyo libreto ha sido escrito por un guionista que es feliz) el esfuerzo de memoria rindió frutos hará cosa de dos semanas, cuando un jueves de cielos despejados, haciendo tiempo en una librería cercana al consultorio de mi odontólogo, me encontré como perdido en un estante una traducción al castellano de su primer libro: Interpreter of Maladies (Mariner Books, 1999), traducido como Intérprete de Emociones (Planeta,2002).

La historia de la traducción y transformación de títulos es, sospecho, una confusa historia en el capítulo de las implicaturas que, naturalmente, no me interesa pensar ahora pero que, de todos modos, puede variar entre la sabiduría y la más serena estupidez. Más interesante que preguntarse por los motivos presumiblemente comerciales de la editorial para ese cambio de título (después de todo: «Traduttore, traditore»), es descubrir los motivos de la autora para el título original. Eso, por suerte, es algo que ella misma responde en una entrevista, con una historia que es, en sí misma, un pequeño cuento que comienza en 1991, cuando cierta vez se topó con un conocido que le contó que se desempeñaba como traductor para un médico con una agenda repleta de pacientes rusos. "Intérprete de enfermedades", comenta que pensó al despedirse de él, después de una breve conversación, después de parecerse un poco a las mujeres objetivas e inteligentes que habitan en su libro. En ese momento decidió que ese tendría que ser el título de un cuento. Cosa que sólo ocurrió cinco años después, y casi por sorpresa, cuando sin notarlo ya estaba jugando con el manuscrito de lo que sería su libro de cuentos. Dice:

Cuando había puesto la colección junta supe, desde el principio, que ese sería el título de la historia porque era el que mejor expresaba, temáticamente, el predicamento y el corazón del libro -el dilema, la dificultad y en ocasiones la imposibilidad de comunicar el dolor emocional y la aflicción a otros, tanto como a nosotros mismos. En cierto sentido yo veo mi posición como escritora como un intento por articular estas emociones, como un intento de interpretarlas, también.

La frase es escandalosamente exacta: la frase condensa justo la idea que flota en nosotros a medida que vamos transitando sus páginas de personajes vagamente melancólicos, remotamente afligidos por un dolor del que ni siquiera son conscientes, del que quizá no lo serán jamás.

Algunos escritores logran lanzar un tejo que cae en algún lugar remoto de nuestros recuerdos, levantando el polvo, haciéndonos lúcidamente conscientes que su forma de ver el mundo corresponde a algo conocido para nosotros.

Puede ser (de hecho, espero que lo sea) un tema absolutamente personal, pero la lectura de Jhumpa Lahiri me deja con una dulce, con una entrañable sensación de reconocimiento, de déjà vu. después de todo, poco importa que se habite en Antananarivo, en Reijavick, en Anchorage: el tipo fascinante de algunas mujeres acaba por reconocerse, por aparecerse en los recuerdos de la infancia, en el cuerpo que despierta diariamente al otro lado de la cama, en las páginas de la buena literatura que se va descubriendo en el curso de la propia vida, en toda la que vendrá. Siempre.

Imagen vía: Houghton Mifflin

2 de octubre de 2006

Leer en compañía


Durante la semana pasada escuché, en el rigor de las horas picos de Caracas (ese momento en el que la irrealidad de los infiernos toma la forma de una autopista), algunas entrevistas radiales con el equipo que conforma Relectura: Red de equipos de lectura.

Al escucharlos, mirando más allá del parabrisas humedecido, detallando, a lo lejos, el volumen dormido del Ávila, pensé que se trata de esos breves momentos en los que esta ciudad parece regalarnos una tregua, una oportunidad.

Tengo ideas bastante vagas de cómo vivían nuestros más remotos ancestros. (En realidad, tengo una idea bastante vaga hasta de cómo vivían mis abuelos). Lo que no me deja ninguna duda es que la humanidad comenzó a restituir sus más grandes oportunidades en el momento en que comenzó a leer, en el momento en que se dedicó, con ardor y sorpresa, a descifrar las caligrafías de esas moscas obstinadas que son las palabras dejadas en un texto.

Borges, quien como alguna vez comentó Bryce Echenique, solía saber mucho más por viejo que por diablo, comentó alguna vez que la lectura era, de entrada, una actividad más apacible, más civil, más educada que la propia escritura.

Uno podría agregar: más placentera.

En algo de eso pensaba hoy, al leer esta propuesta en la página del proyecto:

La Red de Equipos de lectura te ofrece la posibilidad de extender el placer de leer al compartir con otras personas tus opiniones, emociones y puntos de vista. Es la oportunidad de hacer de la lectura y la literatura una forma abierta de comunicación y amistad

La inauguración de toda esta idea ocurrirá hoy, a las 7.00 de la noche, en el Centro Cultural Chacao, en El Rosal.

Imagen vía: cipae