30 de septiembre de 2006

Influencias

Lo conversaba en estos días con mi amigo imaginario, el crítico de arte Günter Kuntz (de quien, como tantas otras personas razonables, normalmente evito hablar): la influencia de Malevich se hace cada día más obvia en mi pintura.

Lo es, sobre todo (pienso yo, con la voz de Günter desdibujándose paulatinamente en mi cerebro), en esa obra de 3x4 titulada: El resplandor de la naturaleza indómita, que es la pared del pasillo en la cual he trabajado tan duramente en estos últimos días, con resultados que el sentido de la modestia casi me impide calificar de notables.

Aquí, sin más palabras, las pruebas de toda esa influencia desgarradora:









Imágenes vía:Georgetown Imagen Library

24 de septiembre de 2006

Pigmentos



No tengo interés en sonar excesivamente autobiográfico (después de todo, un blog es eso: un blog, no un diario), pero debo admitir el interés que siento en comentar que en fechas recientes he experimentado algo que casi podría ser calificado como un rapto. Es este: tengo tres fines de semana dedicándome casi exclusivamente a la pintura. Haciéndolo, además, con una meticulosidad, un exotismo, una fruición desesperada.

Como es común en estos casos, el primer sorprendido he sido yo mismo, naturalmente. Jamás, ni en mis sueños más arrobados de ingresar a una Academia de Bellas Artes, (o incluso a un humilde taller de pintura vacacional), mi dedicación a la pintura había sido tan grande. Así, casi sin pensarlo, sin planearlo siquiera, he terminado sumergiéndome en el esfuerzo y la tenacidad de un sorpresivo encantamiento estético.

Gracias a ello he logrado pintar lo que, según mis cuentas al vuelo, deben ser unas ocho paredes, diez puertas, dos balcones, una infinidad de ángulos, esquinas y rebordes que, en este momento del cansancio, la imaginación prefigura con las mismas formas de un espejo soñado dentro de un sueño delirante.

Día tras día he recorrido el frío de las paredes con la hosquedad de una brocha de cerdas artificiales, con el minimalismo que esconden los rodillos, con el fragor asiático de unos dos o tres pinceles de cerdas acicaladas y finas. He lijado, con la pulcritud de un ceramista solitario, del constructor de un bergantín a las orillas de un puerto español del siglo XVI, los ángulos, las salidas abruptas, las deformaciones y manías del cemento. He recorrido a gatas (a la manera de una mala copia de una desgraciada cenicienta en una película de bajo presupuesto) ese punto incómodo que significa la unión entre el rodapiés y las baldosas del piso en busca de salpicones y manchas de pintura que, en el recuerdo, ahora se mezclan en una acuarela verde manzana, blanco satinado, blanco ostra en emulsión de aceite, azul crepuscular, diversas variaciones de caucho mate, el verde oliva y el naranja.

En unas pocas palabras: he pintado tanto que el gesto de pintar me ha dejado vuelto polvo, sin fuerzas para casi nada más, pero aún así, al borde de una epifanía del color.

Supongo que era natural que, en tales condiciones, bajo tales demandas cromáticas, acabara dejándome llevar por la mano amiga de otro pintor, de otra sensibilidad. Ha sido así como, entre pintar, pulir, rematar, mezclar y lavar mis implementos, he pasado plácidas horas revisando el Diario de un genio, de Salvador Dalí.

Es por ello que me gustaría consignar, de cara a la posible utilidad que pueda esconder para otros futuros pintores y pintoras, un párrafo que me ha sido de particular utilidad para la dura prueba de mi labor como pintor. Un párrafo que, (si se me permite utilizar un poco de la atmósfera en la que me he sumergido en las últimas semanas), hace pensar vagamente en el espíritu que evoca cierta colección reciente de pinturas Montana, tecnología del color.

Aquí va:

Las consecuencias del arte moderno contemporáneo radican en haber llegado a la máxima racionalización y al máximo escepticismo. Hoy en día, los pintores jóvenes modernos no creen en NADA. Es perfectamente normal que, cuando no se cree en nada, se acabe por pintar apenas nada, incluida la pintura abstracta, esteticista, academicista, con la excepción de un grupo de pintores de Nueva York, quienes, por falta de tradición y gracias a un paroxismo instintivo, se acercan a una nueva creencia premística que tomará cuerpo una vez que el mundo tome por fin conciencia de los últimos progresos de la ciencia nuclear.

Así se habla, pienso yo. La cuestión está, naturalmente, en superar tanto escepticismo. En sumergirse radicalmente en el color. En eso que, por puro deseo de agrandar los horizontes de la experiencia estética, daré en llamar el rapto cromático del hogar.

Imagen vía: Campings de Cantabria

21 de septiembre de 2006

Naboreality

Por otra parte, ¿qué es la tan cacareada "vida real", qué son los "hechos" ciertos? Nos entra la sospecha cuando vemos a los biólogos acecharse unos a otros con sus genes cargados, o a los historiados rodar trabados en combate sobre el polvo de los siglos. Se podrá discutir si el periódico y un conjunto de sentidos reducido a cinco son las principales fuentes de la llamada "vida real" del llamado hombre medio, pero una cosa sí es segura, afortunadamente, y es ésta: que el mismo hombre medio no es sino un ente de ficción, un tejido de estadísticas.

Vladimir Nabokov, En: Lectures on Don Quixote (Harvest Books, 1984).

16 de septiembre de 2006

Covers (1)

14 de septiembre de 2006

You Don´t Bring Me Flowers

Hace años, cuando todavía era adolescente y la tarde era un objeto vagamente irreal en el que había poco o nada qué hacer, de tanto no tener con qué ocuparme acabé por dejarme llevar por el vicio y decidí escribir poesía. Poemas espantosos, según recuerdo. Cosas así:"La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos". Cosas incluso peores, temo decirlo.

Las tardes eran largas. De haber tenido un revólver, les habría disparado. No existía la televisión por cable. O al menos no del modo que puede existir hoy en día. Sólo antenas parabólicas, cosa que, después de todo, poco o nada importaba: era poco razonable imaginar que mis padres alguna vez pudiesen comprarla, era aún más improbable imaginar que, además, eso pudiese interesarles cuando el mundo era un temporal de odio llamado divorcio. Por poner un ejemplo de aquella prehistoria: la única computadora que conocía era la IBM 5150, con 64 kb de RAM y 4.77 MHz de velocidad, un armatoste antiguo, que con los años llegué a tener para sólo descubrir que ya era del todo obsoleta. Mirar su pantalla era como ver un screenshot de space invaders. Cuando escribía, en caso de escribir algo, lo hacía en una aerodinámica máquina de escribir Olivetti que, según recuerdo, primero estuvo entre las manos poco delicadas de mi abuelo materno y, para ese momento, soportaba con heroísmo mi impávido sentido ortográfico.

A las semanas de escribir poemas (a los días, de hecho) decidí que ya era momento de entrar en un taller. No esperaba que nada en mi vida cambiase demasiado con esa decisión, pero al menos tenía la esperanza de aburrirme un poco menos, de pasar el rato. Nos coordinaba un poeta de provincias que era, a su manera, una versión desolada de Walt Whitman en versión cannabis sativa con barba pródiga, blanca, desbandada: el toque personal consistía, a parte de un notorio síndrome amotivacional, en una blusa de tela blanca (con mangas amplias, cerradas en el puño, que hacían pensar en una variación poco entusiasta de un traje de dormir en la época de la independencia) y un tono de voz vagamente aflautado que, en algunos registros, nos hacía intercambiar las miradas cómplices que pueden compartir unos cuantos adolescentes al descubrir que un chimpancé hace verídicos esfuerzos por emular el vuelo de una mariposa.

Era cargante y afectado. Pero no un mal tipo. De hecho, creo ahora, visto en perspectiva, que incluso debía ser bueno en su oficio. Lo único malo, desde mi visión impresionista e ignorante, fue que me hizo decidir que justo como él debían ser todos los poetas.

Una idea estúpida, lo admito. Pero era la única idea que podía tener: no conocía a ningún otro poeta. Me parecía que estaba bien ser rebelde. De hecho, yo mismo creía serlo, pero considera imprescindible que toda esa rebeldía pudiese estar en concordancia con el tipo de temperamento rápido de los personajes que leía en los cuentos de Jack London. Decidí que todo eso era demasiado edulcorado e insincero para mis gustos. En fin, acabé por abandonar la poesía. O lo que es casi lo mismo: decidí convertirme en un caso algo excesivo del sentido del prejuicio. Era como si creyese en las manías y prejuicios estéticos de Borges, aún antes de leer a Borges.

Tenía casi completamente olvidado ese episodio de barbarismo y estereotipia social, cuando en días pasados, visitando el blog de Alberto Fuguet, me encontré con un poema del viejo Bukowski que me hizo comenzar a considerar qué hubiese ocurrido con mi furor poético si, en lugar de un apologista de la auto-conmiseración, me hubiese encontrado con un toro rabioso y cínico como el viejo Bukowski como maestro en aquellos primeros y dubitativos pasos.

Fue por esa idea, por el puro placer de leer algo que en aquellos lejanos años me habría gustado leer, que me animé a traducir una versión bastante libre de Style, el poema que desencadenó toda esa sumatoria de fútiles senderos que se bifurcan. Creo, quiero creer, que se trata de un buen ejemplo de lo que podría ser un poema al gusto de adolescentes con odio por el edulcorante. O en otro registro: una jugosa chuleta de corte grueso, puesta a la parrilla. Sin flores.

Estilo

El estilo es la respuesta a todo.
Un modo fresco de acercarse a un día aburrido o peligroso.
Hacer una cosa aburrida con el estilo es preferible a hacer una cosa peligrosa sin estilo.
Hacer una cosa peligrosa con el estilo, es a lo que llamo arte.
Torear puede ser un arte.
Boxear puede ser un arte.
Amar puede ser un arte.
Abrir una lata de sardinas puede ser un arte.
No muchos tienen estilo.
No muchos pueden mantener el estilo.
He visto perros con más estilo que ciertos hombres.
Aunque no muchos perros tengan estilo.
Los gatos lo tienen en abundancia.

Cuando Hemingway puso sus sesos contra una pared con una escopeta, eso era estilo.
A veces la gente te muestra su estilo.
Juana de Arco tenía estilo.
Juan el bautista.
Jesús.
Sócrates.
César.
García Lorca.
He conocido en la cárcel a hombres con estilo.
He encontrado a más hombres con estilo en la cárcel que fuera de la cárcel.
El estilo es una diferencia, un modo de hacer, un modo de ser.
Seis garzas silenciosamente detenidas en el agua, o tú, caminando desnuda
Saliendo del baño sin mirarme.


Charles Bukowski. Estilo.

12 de septiembre de 2006

Leer en los rostros



Imagen, en: Probability of expression (POE): An approach to the analysis of gene expression microarrays using three-component mixtures

5 de septiembre de 2006

Serengueti


Yo veía el Serengueti en un televisor RCA Victor tan grande como un elefante en la sala de una casa con jardines de rosas y tardes de un calor desapacible. Miraba en silencio la migración de los ñúes hacia otras planicies, el movimiento furtivo de los impalas, el nerviosismo de las cebras, el tedio de los leones, el alborozo de los monos. Los seguía desde estanques resecos donde los hipopótamos se solazaban en residuos de barro y los pájaros se escondían con arte bajo la cuchilla de sombra que dejaba un árbol seco.

Casi siempre el documental se fijaba en la cría desvalida de un animal salvaje y yo seguía, en suspenso, la torpeza de sus movimientos, los presagios funestos que le aguardaban en un mundo que cada vez se hacía más grande, más desolado y que, a lo mejor, yo deseaba imaginar muy lejos, tan lejos como la palabra África.

Aún conservo el recuerdo de la cámara en el momento en que emergía en mitad de una llanura, enfocando una osamenta. Se demoraba en las aves de rapiña, se fijaba, luego, en un roedor infatigable. Seguía así, impávida, mirándolo todo, documentando en una pasividad anestesiada la dolorosa armonía de un mundo lejano, el fantástico equilibrio de la biología, el movimiento eterno de una familia de elefantes; después, el presagio de los truenos en la distancia, las primeras gotas de agua de lluvia, la bendición de algo demasiado parecido a la misma vida.

Eran, supongo, documentales de la BBC, con imágenes fijas que parecían no acabarse nunca, tan serenas como la voz en off de un comentador de acento neutro, casi desganado. Me sentaba en una sillita de madera con respaldo de plástico, regalo de nuestro vecino, el Señor Regino, y así pasaba parte de la tarde, tomando la merienda, pensando en cosas diminutas con la vista fija en esas cartografías hipnóticas, mientras afuera, en la calle, el sol desaforado de marzo terminaba de derrumbarse contra tardes de un rojo que ya no existe, donde el mundo tenía la seguridad de una pantalla ovalada, papá era un hombre fuerte de frases rápidas y mamá era aún una belleza de ojos color miel y cabello corto que escuchaba en silencio canciones de amor en la cocina.

Hoy me he quedado pensando en esas cosas tan lejanas después de leer ese hermoso y delicado post que son las Misceláneas de este último viaje I de Kira Kariakin.

No podía saberlo entonces, siendo un niño, pero lo verdaderamente lejano no era el África indómita, el reino simple y esquemático de los animales salvajes. Lo realmente lejano era el lugar en el que estoy hoy, el lugar en que volvería a visitar los recuerdos de esas tardes con documentales. La rigurosa distancia desde donde comenzaría a extrañarlas.

Imagen del salto de los impalas, tomada de: phpwbgallery.net

2 de septiembre de 2006

Las virtudes del sano juicio



Cuando se mira en retrospectiva es inevitable descubrir que uno siempre ha sido, en algún momento, algo más ingenuo y torpe de lo que es en el presente. También es casi necesario pensar que algún día, en el futuro, tal vez tenga la suerte de serlo aún un poco menos. Eso, después de todo, debe ser algo parecido a la fe.

Entre las tantas pasiones ingenuas que hoy no estaría dispuesto a alimentar (precisamente porque ya lo hice, supongo) está la afición de leer definiciones más o menos teóricas de lo que es o debería ser un cuento: desesperados cálculos sobre la taxonomía de la longitud, arrobados volúmenes de especulación sobre la naturaleza de su origen, grandes selvas repletas de citas desoladas y huesos de otros animales extentintos.

Visto hoy, no tengo la menor idea de cuántas leí. Sólo sé que pasé uno o dos años leyendo una cantidad inmensa de prosa academicista que, vista en perspectiva, posiblemente debió tratarse de unas dos o tres visiones repetidas en un calidoscopio vertiginoso y lleno de colores destinados a dormir, a pierna suelta, en los anaqueles de una que otra biblioteca de pasillos muy pulidos y solitarios. Un obstinato sin fin en base a una variación artificiosa y, seguramente, bien intencionada.

Al final de ese viaje, (como quien cree viajar a Ítaca en un barco de palabras), llegué a una conclusión que me dio por satisfecho: las páginas que verdaderamente terminaban por decirme algo eran, precisamente, las revisiones personales de unos cuantos buenos autores. Su Arte poética, como era el caso de ese extraño aparato de extrañamiento que es la explicación falsa de mis cuentos, de Feliberto Hernández, o la lucidez de ojos de gato del cuento breve y sus alrededores, de Julio Cortázar. O incluso: los pequeños juego eruditos, como ese hermoso recorrido por la historia del cuento que alguna vez escribió Julio Torri como prólogo a una antología de la historia universal del relato y también, desde luego, ese recorrido de detective brillante que es el ensayo sobre el cuento policial de Borges. El resto apenas si daba para pensar en el honesto esfuerzo de críticos silenciosos y calvos, luchando con las formas más diversas de ganarse el pan en cubículos universitarios repletos de papeles y tazas de café, tanto como de una inmensa fe en la capacidad de lucha de sus posaderas contra la inercia desesperada de su peso en una silla.

Recuerdo todo esto pues, justo ayer, revisando el prólogo de esa maravilla de libro que es Antología del cuento norteamericano, compilado por Richard Ford, encontré una frase repleta de sentido común que me hizo recordar todo ese largo e inocente recorrido por las taxonomías del cuento. Es esta:

Por lo tanto, como definición preliminar, les ruego que acepten mi criterio, aunque es opcional, de que un relato es simplemente una obra de ficción, escrita en prosa y no en verso (aunque estoy dispuesto a ser flexible), cuya extensión oscila entre un párrafo y un número de páginas o palabras más allá de las cuales la palabra "corto" parezca poco convincente para una persona en su sano juicio.

Imagen: Portada de Mecánica Popular, edición en español. Septiembre, 1955.
Vía:
Westfalias-Literature