31 de mayo de 2007
27 de mayo de 2007
Ruido Blanco, Ruido Rojo
Vía Entre Cronopios leo un texto que suscribo plenamente y que puede ser leído pulsando justo aquí.
Cronopio coloca en ese texto un epígrafe de un texto de Alberto Barrera Tyszka que, en mi opinión, describe de un modo elegante e inteligente la disyuntiva que ofrece el primer cierre definitivo de una televisora en Venezuela.
El texto es el siguiente y puede leerse completo pulsando sobre él:
Puedes decidir qué quieres que yo vea o no vea, pero no me puedes obligar a mirarte. Cuidado. Hago click. Te apago.
Por otra parte, allá, en La Gramática de las Neolenguas, dejé algunos links más o menos interesantes sobre ciertos curiosos razonamientos progobierneros que incluyen, desde luego, la neoprogobiernidad de quien debería hacer las veces de tribunal de justicia y que, con los años, se revela como un canónico tribunal neobolivariano. Un cuadro pintado en rojo.
Colocar este post era, a mi parecer, un mínimo gesto ético. O para decirlo de un modo vagamente romántico: el sonido estridente de un bolígrafo sobre una hoja de papel en un texto donde la condena es la condena de siempre: el más riguroso silencio.
ACTUALIZACIÓN
Martes, 29 de Mayo, 23:51 pm
En caso que pueda ser del interés de alguien, La Gramática de las Neolenguas tiene un nuevo post sobre el fascinante mundo de los Mensajes Subliminales o Ciencia Neolengual.
ACTUALIZACIÓN
Jueves, 31 de Mayo, 17:16 pm
Algo más sobre cómo huele en Dinamarca.
Imagen vía: G Estudio Creativo
Cronopio coloca en ese texto un epígrafe de un texto de Alberto Barrera Tyszka que, en mi opinión, describe de un modo elegante e inteligente la disyuntiva que ofrece el primer cierre definitivo de una televisora en Venezuela.
El texto es el siguiente y puede leerse completo pulsando sobre él:
Puedes decidir qué quieres que yo vea o no vea, pero no me puedes obligar a mirarte. Cuidado. Hago click. Te apago.
Por otra parte, allá, en La Gramática de las Neolenguas, dejé algunos links más o menos interesantes sobre ciertos curiosos razonamientos progobierneros que incluyen, desde luego, la neoprogobiernidad de quien debería hacer las veces de tribunal de justicia y que, con los años, se revela como un canónico tribunal neobolivariano. Un cuadro pintado en rojo.
Colocar este post era, a mi parecer, un mínimo gesto ético. O para decirlo de un modo vagamente romántico: el sonido estridente de un bolígrafo sobre una hoja de papel en un texto donde la condena es la condena de siempre: el más riguroso silencio.
ACTUALIZACIÓN
Martes, 29 de Mayo, 23:51 pm
En caso que pueda ser del interés de alguien, La Gramática de las Neolenguas tiene un nuevo post sobre el fascinante mundo de los Mensajes Subliminales o Ciencia Neolengual.
ACTUALIZACIÓN
Jueves, 31 de Mayo, 17:16 pm
Algo más sobre cómo huele en Dinamarca.
Imagen vía: G Estudio Creativo
22 de mayo de 2007
Plots are for dead people, pore-face
Hace unas semanas me topé con otro cuento de Lorrie Moore. Comienza así:
First, try to be something, anything, else. A movie star/astronaut. A movie star/ missionary. A movie star/kindergarten teacher. President of the World. Fail miserably. It is best if you fail at an early age - say, 14. Early, critical disillusionment is necessary so that at 15 you can write long haiku sequences about thwarted desire. It is a pond, a cherry blossom, a wind brushing against sparrow wing leaving for mountain. Count the syllables. Show it to your mom. She is tough and practical. She has a son in Vietnam and a husband who may be having an affair. She believes in wearing brown because it hides spots. She'll look briefly at your writing then back up at you with a face blank as a doughnut. She'll say: ''How about emptying the dishwasher?'' Look away. Shove the forks in the fork drawer. Accidentally break one of the freebie gas station glasses. This is the required pain and suffering. This is only for starters.
In your high school English class look at Mr. Killian's face. Decide faces are important. Write a villanelle about pores. Struggle. Write a sonnet. Count the syllables: 9, 10, 11, 13. Decide to experiment with fiction. Here you don't have to count syllables. Write a short story about an elderly man and woman who accidentally shoot each other in the head, the result of an inexplicable malfunction of a shotgun which appears mysteriously in their living room one night. Give it to Mr. Killian as your final project. When you get it back, he has written on it: ''Some of your images are quite nice, but you have no sense of plot.'' When you are home, in the privacy of your own room, faintly scrawl in pencil beneath his black- inked comments: ''Plots are for dead people, pore-face.''
Lo que en una traducción más o menos salvaje vendría a decir más o menos lo siguiente:
Primero, intenta ser algo, cualquier cosa, otra cosa. Una estrella de cine astronauta. Una estrella de cine misionero. Maestra de jardín de infancia estrella de cine. Presidente del mundo. Fracasa miserablemente. Es mejor si fracasas a una edad temprana --digamos, 14 años--. La desilusión crítica temprana es necesaria de modo que a los 15 años puedas escribir largas secuencias de haikus sobre el deseo frustrado. Una charca, una flor de cereza, el viento que golpea el ala de un gorrión rumbo a la montaña. Cuenta las sílabas. Muéstraselo a tu mamá. Ella es fuerte y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que podría estar metido en un romance. Cree en vestirse de marrón porque oculta las manchas. Ella mirará brevemente tu texto y luego volteará a mirarte con la cara en blanco como una dona. Te dirá: ¿''Cómo te parece si mejor vacias el fregaplatos? Asume una mirada ausente. Lanza los tenedores dentro de la gaveta. Rompe accidentalmente unos vasos de regalo de la estación de gasolina. Éstos son el dolor y el sufrimiento requeridos. Esto es sólo para comenzar.
En la clase de inglés de la secundaria mira la cara del Sr. Killian. Decide que las caras son importantes. Escribe un villanelle sobre los poros. Lucha. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: 9, 10, 11, 13. Decide experimentar con la ficción. Ahí no tienes que contar sílabas. Escribe un cuento sobre un hombre y una mujer mayores que se disparan accidentalmente en la cabeza, el resultado de una inexplicable falla en el funcionamiento de una escopeta que aparece misteriosamente en su sala de estar una noche. Entrégaselo al Sr. Killian como proyecto final. Cuando te lo devuelve corregido, él ha escrito en un costado: ''algunas de tus imágenes son muy lindas, pero no tienes ningún sentido de la trama”. De regreso a tu casa, en la privacidad de tu propia habitación, garrapatea débilmente en lápiz debajo de sus comentarios con tinta negra: “Las tramas son para la gente muerta, cara de poro”.
Lorrie Moore, How to Become a Writer Or, Have You Earned This Cliche?. En: Self-Help (1985).
In your high school English class look at Mr. Killian's face. Decide faces are important. Write a villanelle about pores. Struggle. Write a sonnet. Count the syllables: 9, 10, 11, 13. Decide to experiment with fiction. Here you don't have to count syllables. Write a short story about an elderly man and woman who accidentally shoot each other in the head, the result of an inexplicable malfunction of a shotgun which appears mysteriously in their living room one night. Give it to Mr. Killian as your final project. When you get it back, he has written on it: ''Some of your images are quite nice, but you have no sense of plot.'' When you are home, in the privacy of your own room, faintly scrawl in pencil beneath his black- inked comments: ''Plots are for dead people, pore-face.''
Lo que en una traducción más o menos salvaje vendría a decir más o menos lo siguiente:
Primero, intenta ser algo, cualquier cosa, otra cosa. Una estrella de cine astronauta. Una estrella de cine misionero. Maestra de jardín de infancia estrella de cine. Presidente del mundo. Fracasa miserablemente. Es mejor si fracasas a una edad temprana --digamos, 14 años--. La desilusión crítica temprana es necesaria de modo que a los 15 años puedas escribir largas secuencias de haikus sobre el deseo frustrado. Una charca, una flor de cereza, el viento que golpea el ala de un gorrión rumbo a la montaña. Cuenta las sílabas. Muéstraselo a tu mamá. Ella es fuerte y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que podría estar metido en un romance. Cree en vestirse de marrón porque oculta las manchas. Ella mirará brevemente tu texto y luego volteará a mirarte con la cara en blanco como una dona. Te dirá: ¿''Cómo te parece si mejor vacias el fregaplatos? Asume una mirada ausente. Lanza los tenedores dentro de la gaveta. Rompe accidentalmente unos vasos de regalo de la estación de gasolina. Éstos son el dolor y el sufrimiento requeridos. Esto es sólo para comenzar.
En la clase de inglés de la secundaria mira la cara del Sr. Killian. Decide que las caras son importantes. Escribe un villanelle sobre los poros. Lucha. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: 9, 10, 11, 13. Decide experimentar con la ficción. Ahí no tienes que contar sílabas. Escribe un cuento sobre un hombre y una mujer mayores que se disparan accidentalmente en la cabeza, el resultado de una inexplicable falla en el funcionamiento de una escopeta que aparece misteriosamente en su sala de estar una noche. Entrégaselo al Sr. Killian como proyecto final. Cuando te lo devuelve corregido, él ha escrito en un costado: ''algunas de tus imágenes son muy lindas, pero no tienes ningún sentido de la trama”. De regreso a tu casa, en la privacidad de tu propia habitación, garrapatea débilmente en lápiz debajo de sus comentarios con tinta negra: “Las tramas son para la gente muerta, cara de poro”.
Lorrie Moore, How to Become a Writer Or, Have You Earned This Cliche?. En: Self-Help (1985).
15 de mayo de 2007
Ana en la Grama (1)
Supongamos que usted escucha, de modo más o menos directo, una que otra historia de gente que ha salido a inscribirse en el Partido Único Socialista, entre otras cosas, porque la bolirevolución es algo que va para largo y un carnet del partido es, como en los viejos tiempos adecos, una visa expedita para la prosperidad. Una copia fotostática de la cornucopia.
Supongamos que usted, por los motivos que sean, ha creído en uno que otro axioma de izquierda, durante años. Supongamos que usted no se inscribiría jamás en el Partido Único Socialista que comanda un teniente coronel retirado, precisamente, porque usted guarda un verdadero respeto por esos axiomas de izquierda en los cuales creyó, ha creído, todavía cree (digamos, por ejemplo, que su abuelo materno conspiró contra el último militar que hizo las veces de presidente, el último que escapó del país dejando olvidada una maleta llena de billetes, que su abuelo (todo un volteriano) murió sin demasiada fe en Dios, pero con la idea que haber participado en la resistencia contra ese militar fue el tipo de cosas con las cuales se iba en paz de este mundo. Digamos, para seguir imaginando, que su padre, siendo un niño, repartió propaganda subversiva en una ciudad muy remota, llena de neblina, precisamente contra ese mismo último militar a quien, solo hace unos años, el actual militar presidente quiso firmar una nota mortuoria que decía así: "el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, con el más profundo sentimiento patriótico, cumple el penoso deber de participar el fallecimiento del ex presidente de Venezuela y general de división de nuestro ejército forjador de libertades, Marcos Evangelista Pérez Jiménez, en la ciudad de Madrid, el día 20 de septiembre de 2001», como una cacofonía que pudiese flotar en el letargo enmudecido de la muerte, patrióticamente. Supongamos que usted es, en resumidas cuentas, de los tontos que creen en la historia, de los que cree que no ha existido un solo gobierno que históricamente haya sido comandado por militares que produjese una verdadera suma de felicidades para un pueblo, sea lo que sea lo que eso signifique).
Supongamos un poco más: supongamos que usted decide jugar con los anagramas porque, entre otras cosas, es una de las cosas con las que usted decide jugar. Posiblemente usted considerará la posibilidad de jugar con las palabras, de cuidar de las palabras, porque sabe, (o supone que sabe), que en tiempos de fanatismos, de fervores ridículos, las palabras son una de las pocas cosas que restituyen la altísima dignidad del ser humano.
Así las cosas, jugando con palabras, leyendo de tanto en tanto las cursilerías y tristes contradicciones sobre la jornada de inscripción en el partido único, usted descubre este anagrama:
Sí, aquelarre ruso: aburguesarse abominablemente
Usted no se sorprende. Al contrario, le encuentra todo el sentido. De hecho, usted casi siente que ese significado ha permanecido escondido, como una pantera eléctrica, justo detrás del refrán que, en un espiral vertiginoso, bien podría ser una nueva consigna del incipiente Partido Único:
El que a buen árbol se arrima, su sombra tiene segura
Ah, words, words, words, usted piensa. O, al menos, supone que lo hace.
Imagen Vía: degom.com
Supongamos que usted, por los motivos que sean, ha creído en uno que otro axioma de izquierda, durante años. Supongamos que usted no se inscribiría jamás en el Partido Único Socialista que comanda un teniente coronel retirado, precisamente, porque usted guarda un verdadero respeto por esos axiomas de izquierda en los cuales creyó, ha creído, todavía cree (digamos, por ejemplo, que su abuelo materno conspiró contra el último militar que hizo las veces de presidente, el último que escapó del país dejando olvidada una maleta llena de billetes, que su abuelo (todo un volteriano) murió sin demasiada fe en Dios, pero con la idea que haber participado en la resistencia contra ese militar fue el tipo de cosas con las cuales se iba en paz de este mundo. Digamos, para seguir imaginando, que su padre, siendo un niño, repartió propaganda subversiva en una ciudad muy remota, llena de neblina, precisamente contra ese mismo último militar a quien, solo hace unos años, el actual militar presidente quiso firmar una nota mortuoria que decía así: "el presidente de la República Bolivariana de Venezuela, Hugo Rafael Chávez Frías, con el más profundo sentimiento patriótico, cumple el penoso deber de participar el fallecimiento del ex presidente de Venezuela y general de división de nuestro ejército forjador de libertades, Marcos Evangelista Pérez Jiménez, en la ciudad de Madrid, el día 20 de septiembre de 2001», como una cacofonía que pudiese flotar en el letargo enmudecido de la muerte, patrióticamente. Supongamos que usted es, en resumidas cuentas, de los tontos que creen en la historia, de los que cree que no ha existido un solo gobierno que históricamente haya sido comandado por militares que produjese una verdadera suma de felicidades para un pueblo, sea lo que sea lo que eso signifique).
Supongamos un poco más: supongamos que usted decide jugar con los anagramas porque, entre otras cosas, es una de las cosas con las que usted decide jugar. Posiblemente usted considerará la posibilidad de jugar con las palabras, de cuidar de las palabras, porque sabe, (o supone que sabe), que en tiempos de fanatismos, de fervores ridículos, las palabras son una de las pocas cosas que restituyen la altísima dignidad del ser humano.
Así las cosas, jugando con palabras, leyendo de tanto en tanto las cursilerías y tristes contradicciones sobre la jornada de inscripción en el partido único, usted descubre este anagrama:
Sí, aquelarre ruso: aburguesarse abominablemente
Usted no se sorprende. Al contrario, le encuentra todo el sentido. De hecho, usted casi siente que ese significado ha permanecido escondido, como una pantera eléctrica, justo detrás del refrán que, en un espiral vertiginoso, bien podría ser una nueva consigna del incipiente Partido Único:
El que a buen árbol se arrima, su sombra tiene segura
Ah, words, words, words, usted piensa. O, al menos, supone que lo hace.
Imagen Vía: degom.com
10 de mayo de 2007
Los peligros del escritos (1)
Un día, hace muchos años, el Mono advirtió que entre todos los animales era él quien contaba con la descendencia más inteligente, o sea el hombre.
Animado por esta revelación empezó a estudiar un gran lote de libros arrumbados desde antiguo en su casa y, a medida que aprendía, a conducirse como ser importante frente a las situaciones más comunes.
Fue tal su empeño que en poco tiempo hizo enormes progresos, aconsejado por la Zorra en política y en saber por el Búho y la Serpiente.
De esta manera, ante el asombro de los inocentes, pronto inició su ascenso a la cumbre, hasta que llegó el día en que amigos y enemigos lo saludaron secretario del León.
Sin embargo, durante un insomnio (en los que había caído desde que sabía que sabía tanto), el Mono hizo aún otro descubrimiento sensacional: la injusticia de que el León, que contaba únicamente con su fuerza y el miedo de los demás, fuera su jefe; y él, que si quisiera, según leyó no recordaba dónde, con un poco de tesón podía escribir otra vez los sonetos de Shakespeare, un mero subalterno.
A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descencia y, por supuesto, en sabiduría.
El León, que intrigado por el vuelo de una mosca en ningún momento había bajado la vista del techo, estuvo conforme con todo, en ese mismo instante le cambió la corona por la pluma y, asomándose al balcón, anunció el cambio a la ciudad y al mundo.
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas peores.
Por último el Mono, casi de rodillas, rogó al León volver al anterior estado de cosas, a lo que el León, aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien, que volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la pluma y el León la corona.
Augusto Monterroso, El sabio que tomó el poder, La Oveja Negra y demás Fábulas.
Animado por esta revelación empezó a estudiar un gran lote de libros arrumbados desde antiguo en su casa y, a medida que aprendía, a conducirse como ser importante frente a las situaciones más comunes.
Fue tal su empeño que en poco tiempo hizo enormes progresos, aconsejado por la Zorra en política y en saber por el Búho y la Serpiente.
De esta manera, ante el asombro de los inocentes, pronto inició su ascenso a la cumbre, hasta que llegó el día en que amigos y enemigos lo saludaron secretario del León.
Sin embargo, durante un insomnio (en los que había caído desde que sabía que sabía tanto), el Mono hizo aún otro descubrimiento sensacional: la injusticia de que el León, que contaba únicamente con su fuerza y el miedo de los demás, fuera su jefe; y él, que si quisiera, según leyó no recordaba dónde, con un poco de tesón podía escribir otra vez los sonetos de Shakespeare, un mero subalterno.
A la mañana siguiente, armado de valor y aclarando una y otra vez la garganta, durante más de una hora expuso al León con largas y elaboradas razones la teoría de que de acuerdo con la lógica más elemental los papeles debían cambiarse, pues para cualquiera con dos dedos de frente era fácil ver cómo lo aventajaba en descencia y, por supuesto, en sabiduría.
El León, que intrigado por el vuelo de una mosca en ningún momento había bajado la vista del techo, estuvo conforme con todo, en ese mismo instante le cambió la corona por la pluma y, asomándose al balcón, anunció el cambio a la ciudad y al mundo.
De ahí en adelante, cuando el Mono le ordenaba algo, el León, siempre de acuerdo, asentía invariablemente con un zarpazo; y cuando el Mono lo regañaba por alguna orden mal entendida o por un discurso mal redactado, con dos o tres; hasta que, pasado poco tiempo, en el cuerpo del nuevo rey, o sea el Mono sabio, no iba quedando sitio del que no manara sangre, o cosas peores.
Por último el Mono, casi de rodillas, rogó al León volver al anterior estado de cosas, a lo que el León, aburrido como desde hacía mil años, le respondió con un bostezo que sí, y con otro que estaba bien, que volvieran al anterior estado de cosas, y le recibió la corona y le devolvió la pluma, y desde entonces el Mono conserva la pluma y el León la corona.
Augusto Monterroso, El sabio que tomó el poder, La Oveja Negra y demás Fábulas.
Texto vía: Coincidir
3 de mayo de 2007
El Sr. García, o la persistencia del flagelo
Me quedé mirando el despegue enlentecido de un 727 desde el amplio ventanal de la zona de embarque del terminal doméstico. Más allá, junto al mueble de chequeo de la línea aérea, el fugaz precandidato de un antiguo partido venido a menos hacía intentos por liderar con vano entusiasmo una protesta por la demora de nuestro vuelo. Vestía traje gris, con una corbata que (si no recuerdo mal) implicaba vagos objetos de alegoría marina: un ancla, un timón, quien sabe si hasta un caballo de mar. Era, debía ser, el mes de enero de 1999. Los viejos partidos habían sido desolados por las nuevas mafias de los facis di combattimento bolivarianos. El antiguo precandidato parecía estar lejos de todo eso, lejos del derrumbe de su vida pasada. Hablaba en voz alta, enfatizaba. Lo hacía prácticamente solo y, en cierta vengativa manera, a mi me daba la impresión que se conducía como un loco. No más vuelos charter para el viejo precandidato. Ahora te la calas, pensaba, con gusto.
Se suponía que a esa hora ya deberíamos estar en una ciudad de cielos despejados. A mi, en el fondo, me daba lo mismo. La universidad donde desde entonces ya trabajaba me había enviado a un congreso de consumo de sustancias repleto de consignas y lugares comunes. Me daba igual contra qué pensaba luchar esa gente. Pensaba, en todo caso, que la lucha contra el flagelo tenía, al menos, el chiste de aparentar un afectado entusiasmo epidemiológico: ¡Acabemos con el Aedes Aegyptis! ¡Duro con el malvado Flagelo Helicobacter! ¡A la carga con Pasteur, paladín bactericida! Con la mirada fija en el esfuerzo del viejo 727 por alzar vuelo yo pensaba en esos consuelos ingenuos.
Había aceptado esa amenaza de aburrimiento porque, a su manera, era una forma de escapar durante casi una semana de Caracas. Una forma de escapar, sobre todo, del ejercicio trágico en el que se había convertido la pasión por una rubia de caderas vertiginosas y excesivo mal humor de quien ya podía decir algunas frases en tiempo pasado, con una bandita en la frente. Hasta hacía apenas unos días, mi droga era su cuerpo. La única lucha que podría interesarme era la lucha contra la adicción a una pasión disfuncional. Ahora, llevaba con la mayor dignidad posible una pesada abstinencia.
Seguramente seguía pensando en esos pequeños dramas privados cuando, dos horas después, entré a la zona de desembarque de otro aeropuerto que se esforzaba en serio en ajustarse a la imagen de los aeropuertos en las películas del Caribe. Me recibió una versión de Carmen Miranda en traje de protocolo. No, no me estaban buscando. Buscaban al antiguo precandidato que venía en mi mismo vuelo, me explicó, al tiempo que hacía el gesto de levantar tanto como le era posible la cabeza. La política está repleta de actos de escapismo. El antiguo precandidato había desaparecido. Houdini con corbata de motivos marinos. Carmen Miranda se encogió de hombros. Nada, si ya estaban allí qué más daba, ellos me llevaban a la conferencia.
En el camino, alguien me entregó el programa del congreso. Sherlock Holmes sobre una página de papel en blanco y negro descubrí tres cosas. La primera: era difícil imaginar una programación más desoladora. La segunda: era aun más difícil imaginar un programa más largo. La tercera: un hermano del escritor Gabriel García Márquez tendría una ponencia sobre el caso personal de uno de sus hermanos menores. Respiré profundo. Por primera vez en la vida deseé tener en mi poder un alucinógeno y volar muy lejos, junto a Lucy y sus diamantes en el cielo.
Era gente peligrosamente amable. Estaban convencidos, por ejemplo, que la cortesía consistía en el gesto de hacer desaparecer mi maleta de ruedas entre las manos diligentes del staff de protocolo. Era fácil descubrir que su sentido de la iniciativa podía destrozarle los nervios a cualquiera. Por eso, durante las primeras tres presentaciones de ese día solo pude pensar en la mejor forma de escapar de allí, entre el bochorno de un calor desesperado en un salón que no era otra cosa que un inmenso gimnasio cubierto lleno de conferencistas que parecían tomados de una reunión de té en la asociación nacional del rifle. Al día siguiente, decidí fingirme terriblemente enfermo y me quedé en el hotel hasta después del mediodía. Durante los siguientes dos días permanecí la mayor parte del tiempo tumbado en una cama, leyendo con demorada pereza un par de libros que había llevado conmigo a esa ciudad de montañas aplanadas, fumando silenciosamente acodado en la ventana, intercalando con uno que otro bloque de ponencias a los que asistía para no terminar de aburrirme.
La noche del penúltimo día, mientras tomaba una cerveza con un grupo de alegres asistentes que se hospedaban en mi mismo hotel, alguien me explicó (en un viejo bar al aire libre, entre rocolas desportilladas y sillas giratorias de ingenua psicodelia) que las ponencias de la tarde habían apuntado al problema del consumo de bebidas alcohólicas. La propuesta generalizada de un panel de antiguos alcohólicos convertidos a cierta práctica de fanatismo cristiano era abandonarlas de inmediato por temor a Dios. El cuerpo como templo. El inquilinato del cuerpo humano. Viejas hipotecas ante las que nadie podrá tener jamás el mínimo derecho de rehusarse a firmar semejante contrato de arrendamiento.
Fue así, entre escapadas del salón de conferencias y uno que otro trasnocho entre botellas y música que ya no existe como, casi sin proponérmelo, terminé escuchando la ponencia del Sr. García. El tema, por insólito que parezca, versaba sobre la tragedia que para su familia había significado tener un hermano sumergido (o flotando, depende de cómo se mire) en un trastorno por consumo de sustancias: era obvio que esa tragedia comenzaba a tener un significado en la medida que otro miembro levitaba a lo lejos, sobre el efecto de un premio Nóbel de literatura. El Sr. García relataba los detalles de ese episodio familiar con la actitud metódica y exacta de quien gira instrucciones para la fabricación de una bomba teledirigida que, sin embargo, jamás terminará de explotar. Era alto, con un traje imposible de color verde y una cabeza de mechones de cabello pegoteado idéntico al que podría tener un señor mayor que ha hecho un largo viaje en autobús por las carreteras del Chocó. De pie, daba la impresión de tener un abdomen demasiado prominente para unas piernas largas y flacas. Se parecía (o al menos a mi me lo pareció) a la imagen desolada del coronel a quien nadie parecía tener intenciones de escribir.
Hablaba un castellano costeño repleto de interjecciones atropelladas, con la triste rimbombancia de tres o cuatro adjetivos solitarios. Chapoteaba de la mejor forma posible (pero esa forma no era suficiente) en los restos de notoriedad que le dispensaba el tener un hermano con una suerte infinitamente mejor a la suya. Creo recordar que, en algún momento, alguien comentó que durante algunos años se había ocupado de cierto cargo consular en la guajira venezolana, en caso de que ese lugar realmente exista. Era, tenía que ser, un gesto de la burocracia del gobierno colombiano: un gesto hacia la familia por algo parecido a los servicios a la patria. Se conducía, después de todo, de un modo que tenía algún desconcertante parecido con las ferias ambulantes que aparecen de tanto en tanto en los libros del otro García, entre mujeres con barba y niñas melancólicas que se convirtieron en cucarachas por desobedecer a sus madres.
Para entonces yo atravesaba los últimos destellos de esa fase absurda y atormentada de la vida que consiste en denigrar de García Márquez. Leía a James Joyce desde una vieja torre de Dublín, recorría con la mirada sorprendida la levedad de los carámbanos verbales de Vladimir Nabokov. Creía haber saltado, en suma, la talanquera de los latinoamericanismos. Mi autor caribeño por execelencia era Guillermo Cabrera Infante, escondido tras el humo elusivo del swinging London y la Habana perdida. Es posible que fuese precisamente por eso que el Sr. García terminó por enternecerme. Lo encontré patético, pero de un modo que tenía algo del modesto resplandor de las causas perdidas, como un personaje de Flaubert. Después de todo, ¿qué otra cosa puede hacerse con la propia vida si se tiene una suerte tan desigual dentro de la propia familia? Comprendí con sorpresa, con algo parecido a la compasión, que el Sr. García gastaba de la mejor forma posible sus últimos petardos públicos: acabado el anecdotario del hermano famoso, desgastado el interés biográfico por sus primeros años, no le quedaba otro remedio que lanzarse a contar de la mejor forma posible un suculento trozo de las miserias de la familia. Un género literario, después de todo: la versión oral de una improbable revista de sensacionalismos latinoamericanos.
Allí, abofeteado por el calor, mirando con mirada perdida a esa versión caricaturizada de una conferencia, a cientos de kilómetros de distancia de una mujer llena de pecas junto a quien alguna vez navegué torpemente en la marisma efervescente del imperio de las hormonas, finalmente comprendí que el Sr. García era la expresión de la caída ante otro flagelo: el flagelo de las tristes notoriedades. Me pareció que, en cierta forma, él lo sabía. Me pareció que llevaba esa pesada carga con algo parecido a la dignidad, con la convicción de quien asume un destino. A su manera, el Sr. García era honesto: hacía lo que podía por serle fiel a una pasión disfuncional, a un vicio. Se hacía claro que luchaba duro por ello.
Pensaba en eso cuando, en un estallido de lucidez, comprendí que, después de todo, existía algo inmensamente humano y compasivo en ciertos gestos viciosos, en la pasión atormentada de las adicciones, en el ceremonial monótono de las repeticiones mal ilusionadas. Entonces supe con toda seguridad que ese mismo día, al llegar a Caracas, tomaría el teléfono, marcaría un número atornillado a mi memoria, escucharía la cadencia melodiosa de una voz al otro lado de la línea. Supe que, como en el rápido cambio de plano de una película, que la imagen siguiente sería la imagen del vacío eléctrico de una piel desnuda. Supe que, como el Sr. García, me dejaría caer una y otra vez en mi propio vicio. Que lo seguiría haciendo hasta la última inhalación posible de deseo. Y eso, justamente, fue lo que hice.
Se suponía que a esa hora ya deberíamos estar en una ciudad de cielos despejados. A mi, en el fondo, me daba lo mismo. La universidad donde desde entonces ya trabajaba me había enviado a un congreso de consumo de sustancias repleto de consignas y lugares comunes. Me daba igual contra qué pensaba luchar esa gente. Pensaba, en todo caso, que la lucha contra el flagelo tenía, al menos, el chiste de aparentar un afectado entusiasmo epidemiológico: ¡Acabemos con el Aedes Aegyptis! ¡Duro con el malvado Flagelo Helicobacter! ¡A la carga con Pasteur, paladín bactericida! Con la mirada fija en el esfuerzo del viejo 727 por alzar vuelo yo pensaba en esos consuelos ingenuos.
Había aceptado esa amenaza de aburrimiento porque, a su manera, era una forma de escapar durante casi una semana de Caracas. Una forma de escapar, sobre todo, del ejercicio trágico en el que se había convertido la pasión por una rubia de caderas vertiginosas y excesivo mal humor de quien ya podía decir algunas frases en tiempo pasado, con una bandita en la frente. Hasta hacía apenas unos días, mi droga era su cuerpo. La única lucha que podría interesarme era la lucha contra la adicción a una pasión disfuncional. Ahora, llevaba con la mayor dignidad posible una pesada abstinencia.
Seguramente seguía pensando en esos pequeños dramas privados cuando, dos horas después, entré a la zona de desembarque de otro aeropuerto que se esforzaba en serio en ajustarse a la imagen de los aeropuertos en las películas del Caribe. Me recibió una versión de Carmen Miranda en traje de protocolo. No, no me estaban buscando. Buscaban al antiguo precandidato que venía en mi mismo vuelo, me explicó, al tiempo que hacía el gesto de levantar tanto como le era posible la cabeza. La política está repleta de actos de escapismo. El antiguo precandidato había desaparecido. Houdini con corbata de motivos marinos. Carmen Miranda se encogió de hombros. Nada, si ya estaban allí qué más daba, ellos me llevaban a la conferencia.
En el camino, alguien me entregó el programa del congreso. Sherlock Holmes sobre una página de papel en blanco y negro descubrí tres cosas. La primera: era difícil imaginar una programación más desoladora. La segunda: era aun más difícil imaginar un programa más largo. La tercera: un hermano del escritor Gabriel García Márquez tendría una ponencia sobre el caso personal de uno de sus hermanos menores. Respiré profundo. Por primera vez en la vida deseé tener en mi poder un alucinógeno y volar muy lejos, junto a Lucy y sus diamantes en el cielo.
Era gente peligrosamente amable. Estaban convencidos, por ejemplo, que la cortesía consistía en el gesto de hacer desaparecer mi maleta de ruedas entre las manos diligentes del staff de protocolo. Era fácil descubrir que su sentido de la iniciativa podía destrozarle los nervios a cualquiera. Por eso, durante las primeras tres presentaciones de ese día solo pude pensar en la mejor forma de escapar de allí, entre el bochorno de un calor desesperado en un salón que no era otra cosa que un inmenso gimnasio cubierto lleno de conferencistas que parecían tomados de una reunión de té en la asociación nacional del rifle. Al día siguiente, decidí fingirme terriblemente enfermo y me quedé en el hotel hasta después del mediodía. Durante los siguientes dos días permanecí la mayor parte del tiempo tumbado en una cama, leyendo con demorada pereza un par de libros que había llevado conmigo a esa ciudad de montañas aplanadas, fumando silenciosamente acodado en la ventana, intercalando con uno que otro bloque de ponencias a los que asistía para no terminar de aburrirme.
La noche del penúltimo día, mientras tomaba una cerveza con un grupo de alegres asistentes que se hospedaban en mi mismo hotel, alguien me explicó (en un viejo bar al aire libre, entre rocolas desportilladas y sillas giratorias de ingenua psicodelia) que las ponencias de la tarde habían apuntado al problema del consumo de bebidas alcohólicas. La propuesta generalizada de un panel de antiguos alcohólicos convertidos a cierta práctica de fanatismo cristiano era abandonarlas de inmediato por temor a Dios. El cuerpo como templo. El inquilinato del cuerpo humano. Viejas hipotecas ante las que nadie podrá tener jamás el mínimo derecho de rehusarse a firmar semejante contrato de arrendamiento.
Fue así, entre escapadas del salón de conferencias y uno que otro trasnocho entre botellas y música que ya no existe como, casi sin proponérmelo, terminé escuchando la ponencia del Sr. García. El tema, por insólito que parezca, versaba sobre la tragedia que para su familia había significado tener un hermano sumergido (o flotando, depende de cómo se mire) en un trastorno por consumo de sustancias: era obvio que esa tragedia comenzaba a tener un significado en la medida que otro miembro levitaba a lo lejos, sobre el efecto de un premio Nóbel de literatura. El Sr. García relataba los detalles de ese episodio familiar con la actitud metódica y exacta de quien gira instrucciones para la fabricación de una bomba teledirigida que, sin embargo, jamás terminará de explotar. Era alto, con un traje imposible de color verde y una cabeza de mechones de cabello pegoteado idéntico al que podría tener un señor mayor que ha hecho un largo viaje en autobús por las carreteras del Chocó. De pie, daba la impresión de tener un abdomen demasiado prominente para unas piernas largas y flacas. Se parecía (o al menos a mi me lo pareció) a la imagen desolada del coronel a quien nadie parecía tener intenciones de escribir.
Hablaba un castellano costeño repleto de interjecciones atropelladas, con la triste rimbombancia de tres o cuatro adjetivos solitarios. Chapoteaba de la mejor forma posible (pero esa forma no era suficiente) en los restos de notoriedad que le dispensaba el tener un hermano con una suerte infinitamente mejor a la suya. Creo recordar que, en algún momento, alguien comentó que durante algunos años se había ocupado de cierto cargo consular en la guajira venezolana, en caso de que ese lugar realmente exista. Era, tenía que ser, un gesto de la burocracia del gobierno colombiano: un gesto hacia la familia por algo parecido a los servicios a la patria. Se conducía, después de todo, de un modo que tenía algún desconcertante parecido con las ferias ambulantes que aparecen de tanto en tanto en los libros del otro García, entre mujeres con barba y niñas melancólicas que se convirtieron en cucarachas por desobedecer a sus madres.
Para entonces yo atravesaba los últimos destellos de esa fase absurda y atormentada de la vida que consiste en denigrar de García Márquez. Leía a James Joyce desde una vieja torre de Dublín, recorría con la mirada sorprendida la levedad de los carámbanos verbales de Vladimir Nabokov. Creía haber saltado, en suma, la talanquera de los latinoamericanismos. Mi autor caribeño por execelencia era Guillermo Cabrera Infante, escondido tras el humo elusivo del swinging London y la Habana perdida. Es posible que fuese precisamente por eso que el Sr. García terminó por enternecerme. Lo encontré patético, pero de un modo que tenía algo del modesto resplandor de las causas perdidas, como un personaje de Flaubert. Después de todo, ¿qué otra cosa puede hacerse con la propia vida si se tiene una suerte tan desigual dentro de la propia familia? Comprendí con sorpresa, con algo parecido a la compasión, que el Sr. García gastaba de la mejor forma posible sus últimos petardos públicos: acabado el anecdotario del hermano famoso, desgastado el interés biográfico por sus primeros años, no le quedaba otro remedio que lanzarse a contar de la mejor forma posible un suculento trozo de las miserias de la familia. Un género literario, después de todo: la versión oral de una improbable revista de sensacionalismos latinoamericanos.
Allí, abofeteado por el calor, mirando con mirada perdida a esa versión caricaturizada de una conferencia, a cientos de kilómetros de distancia de una mujer llena de pecas junto a quien alguna vez navegué torpemente en la marisma efervescente del imperio de las hormonas, finalmente comprendí que el Sr. García era la expresión de la caída ante otro flagelo: el flagelo de las tristes notoriedades. Me pareció que, en cierta forma, él lo sabía. Me pareció que llevaba esa pesada carga con algo parecido a la dignidad, con la convicción de quien asume un destino. A su manera, el Sr. García era honesto: hacía lo que podía por serle fiel a una pasión disfuncional, a un vicio. Se hacía claro que luchaba duro por ello.
Pensaba en eso cuando, en un estallido de lucidez, comprendí que, después de todo, existía algo inmensamente humano y compasivo en ciertos gestos viciosos, en la pasión atormentada de las adicciones, en el ceremonial monótono de las repeticiones mal ilusionadas. Entonces supe con toda seguridad que ese mismo día, al llegar a Caracas, tomaría el teléfono, marcaría un número atornillado a mi memoria, escucharía la cadencia melodiosa de una voz al otro lado de la línea. Supe que, como en el rápido cambio de plano de una película, que la imagen siguiente sería la imagen del vacío eléctrico de una piel desnuda. Supe que, como el Sr. García, me dejaría caer una y otra vez en mi propio vicio. Que lo seguiría haciendo hasta la última inhalación posible de deseo. Y eso, justamente, fue lo que hice.