Griegos
Alejandra, quien no gratuitamente se gana la vida comprendiendo el tormento que puede significar ser niño, me contaba ayer esta breve historia:
Estábamos de vuelta a la casa, después de un rato de playa, cuando se acerca a las duchas, en tanto yo sigo de largo hacia la puerta de ingreso a la urbanización cargando la cava y caminando, quizá, al ritmo sincopado de Jhonnie Walker. Allí se encuentra con un niño que juega con una regadera móvil, dibujando espirales de agua sobre la grama. Alejandra le pregunta si puede prestarle la regadera a lo que el niño, después de pensarlo un poco, le sugiere que mejor tome alguna de las duchas fijas que, efectivamente, a esa hora gotean gordas gotas acuáticas a unos pocos pasos de distancia. Ella le explica que no, que precisamente necesita esa regadera, pues sólo necesita lavarse lo pies. El niño accede a prestársela, con la tácita condición de ser él mismo quien administre la operación.
Entonces viene este diálogo:
--¿Y tú cómo te llamas? --pregunta Alejandra, sumamente sociable, con un pie en el aire y, tal vez, batiendo bellamente sus pestañas de muñeca.
--Me llamo Greiber. Un nombre griego --responde, precisamente, Greiber.
Alejandra, (quien no solamente se gana la vida comprendiendo el tormento que puede significar ser niño, sino quien además, disfruta en serio del extraño mundo infantil), le pregunta, con una sonrisa:
--¿Y cómo sabes que es griego?
Greiber Stephanopoulos lo piensa un poco. Entonces responde, con una lógica difícilmente geográfica:
--No sé, yo creo eso. Así se llamaba mi papá.
Alejandra, (quien no gratuitamente pasó parte importante de su especilización en clínica estudiando el fenómeno del duelo en niños), pregunta, de lo más kleiniana:
--¿Se llamaba?
Greiber Konstantinis cambia de mano la regadera, y se corrige:
--No bueno, se llama.
--Ah --responde Alejandra.
Otro pie en el aire. Alejandra retoma la conversación:
-¿Y tú le has preguntado a tu mamá qué significa Greiber?
Comprensiblemente, Greiber niega con la cabeza. Para acotar:
--Yo me quiero cambiar el nombre, me quiero llamar Víctor.
--¿Y eso por qué? --pregunta, calzándose ya sus sandalias de playa.
--Ya yo no me quiero llamar más como mi papá. Él se fue. Se divorciaron.
Entonces Alejandra comprende por qué el nombre, efectivamente, es griego. Al contármelo esa misma noche yo también comprendo, o creo comprender. Entonces recuerdo a Ulises; y, de paso, también pienso en Kore, en Hécate, en Démeter.