Estoy en una autopista de Caracas en mitad de un extraño fenómeno atmosférico que consiste en no tener ningún carro a la vista. Acelero a fondo y me siento un poco como un corredor en un juego de
Grand Prix cuando, entonces, suena el celular. El chirrido de la melodía de repique se sincroniza con el movimiento del acelerador. En un instante me convierto en un hombre que va rápido y duro y que, al mismo tiempo, maneja sin tener demasiado en cuanta la vía de circulación. Un conductor bárbaro, insensato, ajustado al hábitat de la ciudad. Tanteo entre la palanca de cambios, el asiento del acompañante, libros, carpetas, dos morrales de mano y, al fin, doy con la vibración del teléfono. Al sumergirme en la secuencia de la conversación, (millones de pequeños objetos transparentes que flotan en el aire de una ciudad desolada, entre radiaciones de microondas y chirridos de viejos fuelles marchitos: el aporte de los antiguos experimentos de radio al sentido de la magia), acabo por cometer un error decisivo: no alcanzo a evaluar si debo continuar por la autopista principal o tomar un desvío por el distribuidor que, a esa hora del sol, se levanta como uno de los polvorientos monumentos de ese curioso episodio de neomitificación patria: la dictadura de ese otro
gordito retorcido que fue Pérez Jiménez. Con un golpe de volante (
The Bourne Insanity) me lanzo a mano derecha y me decido por el distribuidor. Arriba, en lo alto, descubro que era la decisión equivocada. Mala suerte. La distancia que separa ese ramal de la autopista de la boca negra y abierta de un túnel es, sin rodeos, una playa congestionada de objetos rectangulares y quietos.
Termino la conversación telefónica justo en el momento en que descubro que una grúa sin rotulación (un instante después descubro, además, que sin placas) decide lanzarse al canal de circulación por el que avanzo lenta, muy lentamente. Pienso que se trata de un tipo con serias dificultades para hacer coincidir la ubicación espacial con el sentido común. Aún así, me detengo por completo y observo con cierto desgano el modo como pasa a pocos centímetros del flanco derecho de mi carro.
Entonces descubro otro detalle: en la conexión paralela a la que me encuentro, (tan congestionada como la mía), está detenida una carroza fúnebre escoltada por motorizados, carros descascarados, una
pick-up chocada repleta de lo que, al parecer, son deudos. Lo que queda claro es que de ese otro lado de la vía se la están pasando mejor. Algunos hombres jóvenes, vestidos con franelas de los Medias Blancas de Chicago, acribillan el tedio pasándose una pelota de basketball por encima de los techos de los carros estacionados. Otros, se contentan con dejar caer escupitajos desde el lugar en el que deberían estar las barandas de aluminio que, en algún momento, un chatarrero se robó a favor de ese lucrativo negocio nacional que es el reciclaje. Me parece notar que en la pick-up chocada alguien destapa una cerveza con una visible actitud de alegría. Más atrás, el conductor de un jeep que, presumo, viene en la misma caravana hace amagos por subir y bajar el volumen a una canción de
reggaeton que logra traspasar los vidrios de mi carro. En la ciudad del plomo y el cuchillo, cada quien se inventa sus propias ficciones para combatir el horror de la muerte, pienso yo, en silencio, al tiempo que ajusto el aire acondicionado a una temperatura más benévola y en mi reproductor suena una canción de los Rolling Stone.
Por un instante, insonorizado por el sonido del aire acondicionado de mi carro, por el sonido de las guitarras de los Stone, por la imagen remota de un lugar lejano, soy consciente de la desquiciada irrealidad que significa vivir en Caracas. Entonces, ocurre algo que se sintoniza de un modo sencillo con el calor, el sol quemante, la cola que se ha formado en un lugar desde el que es posible ver, muy cerca, las ventanas de unos edificios, una intimidad asfixiante construida con noches de televisión nacional, colonias de imitación, el sueño de un algo que nunca se sabe precisar del todo y que, en el fondo, no importa demasiado pues nunca llega. Pasa así: la cola avanza. Unos motorizados que acompañan el cortejo fúnebre deciden que es una buena idea obstaculizar nuestro canal de circulación para que pase la carroza (una versión malandreada de la
antigua solemnidad de las pompas fúnebres). En ese momento, dos guardias nacionales bajan de la grúa sin placas, uno de ellos desenfunda con total serenidad una pistola 9mm, la carga y camina con su pistola en alto hasta el lugar donde los motorizados han construido su barrera de honor. En un mundo ideal, un arma debe ser desenfundada ante una amenaza concreta, ante un episodio que active, en cierta forma, nuestra antigua herencia de cazadores de presa, de nómadas alertas. Considerando que los tiros se escapan, considerando que un disparo puede matar a alguien para siempre, en realidad la idea de la prudencia por parte de los tombos militares luce como algo en lo que uno quisiera creer. Este no es el caso. Está claro que no es un operativo policial, ni un gesto por defender un orden público que no existe: es apenas la corroboración de quién tiene más poder, más derecho de circulación, mejores condiciones prácticas para hacer valer ese derecho. Es triste, pero los tombos suelen ser sujetos susceptibles. A su manera, este no es más que otro acto de sentimentalismo. Un episodio tombosentimental. Miro al resto de los conductores: todos siguen el episodio con la misma parsimonia de quien ve llover de tarde. No hay sorpresa, no hay emoción, no hay miedo. Todos comprenden:
esto es lo que hay. Apenas si existe un vago sentido de tragedia diaria, un fastidio demasiado extenso, una indolencia que nace de la propia desesperaza. La misma blanda resignación de quien hace cola, desde hace años, en un extenso pasillo más allá de la vida, sabiendo que lo que le espera en ningún caso podría ser ese exceso de optimismo que algunos, (por motivos cínicos o religiosos), gustan llamar el paraiso.