Hace años, cuando todavía era adolescente y la tarde era un objeto vagamente irreal en el que había poco o nada qué hacer, de tanto no tener con qué ocuparme acabé por dejarme llevar por el vicio y decidí escribir poesía. Poemas espantosos, según recuerdo. Cosas así:"La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos". Cosas incluso peores, temo decirlo.
Las tardes eran largas. De haber tenido un revólver, les habría disparado. No existía la televisión por cable. O al menos no del modo que puede existir hoy en día. Sólo antenas parabólicas, cosa que, después de todo, poco o nada importaba: era poco razonable imaginar que mis padres alguna vez pudiesen comprarla, era aún más improbable imaginar que, además,
eso pudiese interesarles cuando el mundo era un temporal de odio llamado divorcio. Por poner un ejemplo de aquella prehistoria: la única computadora que conocía era la
IBM 5150, con 64 kb de RAM y 4.77 MHz de velocidad, un armatoste antiguo, que con los años llegué a tener para sólo descubrir que ya era del todo obsoleta. Mirar su pantalla era como ver un
screenshot de
space invaders. Cuando escribía, en caso de escribir algo, lo hacía en una aerodinámica máquina de escribir Olivetti que, según recuerdo, primero estuvo entre las manos poco delicadas de mi abuelo materno y, para ese momento, soportaba con heroísmo mi impávido sentido ortográfico.
A las semanas de escribir poemas (a los días, de hecho) decidí que ya era momento de entrar en un taller. No esperaba que nada en mi vida cambiase demasiado con esa decisión, pero al menos tenía la esperanza de aburrirme un poco menos, de pasar el rato. Nos coordinaba un poeta de provincias que era, a su manera, una versión desolada de Walt Whitman en versión cannabis sativa con barba pródiga, blanca, desbandada: el toque personal consistía, a parte de un notorio síndrome amotivacional, en una blusa de tela blanca (con mangas amplias, cerradas en el puño, que hacían pensar en una variación poco entusiasta de un traje de dormir en la época de la independencia) y un tono de voz vagamente aflautado que, en algunos registros, nos hacía intercambiar las miradas cómplices que pueden compartir unos cuantos adolescentes al descubrir que un chimpancé hace verídicos esfuerzos por emular el vuelo de una mariposa.
Era cargante y afectado. Pero no un mal tipo. De hecho, creo ahora, visto en perspectiva, que incluso debía ser bueno en su oficio. Lo único malo, desde mi visión impresionista e ignorante, fue que me hizo decidir que justo como él debían ser todos los poetas.
Una idea estúpida, lo admito. Pero era la única idea que podía tener: no conocía a ningún otro poeta. Me parecía que estaba bien ser rebelde. De hecho, yo mismo creía serlo, pero considera imprescindible que toda esa rebeldía pudiese estar en concordancia con el tipo de temperamento rápido de los personajes que leía en los cuentos de Jack London. Decidí que todo eso era demasiado edulcorado e insincero para mis gustos. En fin, acabé por abandonar la poesía. O lo que es casi lo mismo: decidí convertirme en un caso algo excesivo del sentido del prejuicio. Era como si creyese en las manías y prejuicios estéticos de Borges, aún antes de leer a Borges.
Tenía casi completamente olvidado ese episodio de barbarismo y estereotipia social, cuando en días pasados, visitando el blog de
Alberto Fuguet, me encontré con un poema del viejo
Bukowski que me hizo comenzar a considerar qué hubiese ocurrido con mi furor poético si, en lugar de un apologista de la auto-conmiseración, me hubiese encontrado con un toro rabioso y cínico como el viejo Bukowski como maestro en aquellos primeros y dubitativos pasos.
Fue por esa idea, por el puro placer de leer algo que en aquellos lejanos años me habría gustado leer, que me animé a traducir una versión bastante libre de Style, el poema que desencadenó toda esa sumatoria de fútiles senderos que se bifurcan. Creo, quiero creer, que se trata de un buen ejemplo de lo que podría ser un poema al gusto de adolescentes con odio por el edulcorante. O en otro registro: una jugosa chuleta de corte grueso, puesta a la parrilla. Sin flores.
Estilo
El estilo es la respuesta a todo.
Un modo fresco de acercarse a un día aburrido o peligroso.
Hacer una cosa aburrida con el estilo es preferible a hacer una cosa peligrosa sin estilo.
Hacer una cosa peligrosa con el estilo, es a lo que llamo arte.
Torear puede ser un arte.
Boxear puede ser un arte.
Amar puede ser un arte.
Abrir una lata de sardinas puede ser un arte.
No muchos tienen estilo.
No muchos pueden mantener el estilo.
He visto perros con más estilo que ciertos hombres.
Aunque no muchos perros tengan estilo.
Los gatos lo tienen en abundancia.
Cuando Hemingway puso sus sesos contra una pared con una escopeta, eso era estilo.
A veces la gente te muestra su estilo.
Juana de Arco tenía estilo.
Juan el bautista.
Jesús.
Sócrates.
César.
García Lorca.
He conocido en la cárcel a hombres con estilo.
He encontrado a más hombres con estilo en la cárcel que fuera de la cárcel.
El estilo es una diferencia, un modo de hacer, un modo de ser.
Seis garzas silenciosamente detenidas en el agua, o tú, caminando desnuda
Saliendo del baño sin mirarme.Charles Bukowski. Estilo.