En un ensayo publicado en el libro Artículos y Opiniones, Günter Grass escribe, refiriéndose posiblemente a ese elefante triste que fue el gobierno de Alemania Democrática:
Me da miedo el mecanismo por el que la revolución se inventa, como elixir para sus esfuerzos, la contrarrevolución permanente
El párrafo de Grass es brillante, pero también es casi críptico. No estoy en posición de saber si esto es cierto en todos los casos. Me gustaría pensar que no: me gustaría pensar que pueden existir cambios en qué creer. Me gustaría, pero es algo que, por los momentos, me cuesta hacer.
En todo caso, la idea ilumina fielmente la sensación de algo que ocurre en la venezuela bolivariana: la construcción de un enemigo silencioso que, convenientemente, ocupa el tranquilizador lugar de la responsabilidad dentro de un país. De eso, precisamente, va este post:
A finales de agosto de 2005, cuatro personas murieron en el Hospital de los Magallanes de Catia, en Caracas. La hipótesis inicial (que incluso manejó el gobierno metropolitano del curioso alcalde Juan Barreto) fue que murieron por falta de oxígeno: las bombonas dejaron de funcionar. Se iniciaron averiguaciones. La historia, hasta donde se sabe, no acabó en nada.
Ocurrieron, sin embargo, tres acontecimientos relevantes. El primero: se conoció que la alcaldía Metropolitana llevaba seis meses en deuda con la empresa encargada de suministrar el oxígeno. La segunda: todos los funcionarios oficiales decidieron por unanimidad que esa falla correspondía con un boicot hospitalario. Ese boicot, según ellos, era responsabilidad directa de unos difusos médicos o enfermeros opositores. Las familias de los involucrados dejaron de dar declaraciones a petición de los funcionarios.
Salvo un fanático opositor o gobiernero, está claro que se trata de una tragedia. Está claro que deberían establecerse responsabilidades penales sobre quienes omitieron la evaluación del oxígeno, bien sea por parte de la empresa, de las autoridades hospitalarias o las autoridades de la alcaldía.
Sin embargo, desde la lógica del enemigo, la conclusión a la que llega el poder en Venezuela es clara: existe una sola versión oficial: los responsables son los empleados del hospital. El motivo: colapsar el sistema hospitalario de la revolución por el sólo hecho de ser, supuestamente, opositores.
Apenas dos meses antes, el 23 de Junio, el capitán Eliécer Otaiza, participante de alguno de los golpes de estado de 1992, director de la División de Inteligencia Policial o lo que sea que signifique DISIP, presidente del Instituto Nacional de Tierras se fue de cabeza en una moto contra una acera a eso de las 6.00 de la mañana en Las Mercedes, la zona de mayor rumba en Caracas. Murió su acompañante: una mujer de 26 años. La moto estaba registrada como un vehículo de un cuerpo policial.
Los funcionarios del gobierno apuntaron con total celeridad que no podía calificarse de un homicidio culposo. Que Otaiza no había bebido nada. Que él era un deportista (¡Sic!)
Difícilmente, (salvo siendo un imbécil), uno podría pensar que el accidente del capitán Otaiza pudiese ser el resultado de un acto deliberado de su parte. El accidente se comprende: es difícil estar a las seis de la mañana montado en una moto con una amante después de una noche de fiesta. Un accidente, una tragedia. Un hecho lamentable que, sin embargo, tiene una responsabilidad penal clara. Esa responsabilidad se llama homicidio culposo. El capitán Otaiza, sin ser un asesino peligroso, debería enfrentar esos cargos. Mala suerte.
La versión oficial que se construyó en los días siguientes fue, sin embargo, absolutamente fantástica: alguien golpeó su caucho trasero. Se presumía que debía ser la CIA. El testigo no quiso dar ninguna declaración. Otaiza fue declarado inocente por algún funcionario de la política exterior. Hasta donde tengo noticias, está libre: practica el bajo perfil. No hay nada que juzgar.
La versión oficial omite, sin embargo, que Otaiza viajaba con dos guardaespaldas (presumiblemente, en otro vehículo: no cabe tanta en gente en una moto). Omite que un testigo presencial declaró, en su momento, que Otaiza derrapó sobre el pavimento y dio de plano contra la acera. El testigo desapareció. Los guardaespaldas también. Otaiza está libre. Haciendo deportes, presumiblemente.
Cinco meses antes, la Fiscalía General de la República, emitía una nota de prensa donde acusaba a una de las Organizaciones de Derechos Humanos más respetadas del país de emitir opiniones tendenciosas sobre la ineptitud del estado de resarcir a las víctimas de un estallido social de 1989, cuando las fuerzas armadas arremetieron salvajemente contra cientos de manifestantes que saqueaban a la ciudad de Caracas. Tácitamente, la Fiscalía era de la opinión que esa organización podía estar manipulada por intereses extranjeros. Tácitamente esa parece ser la opinión general del estado respecto a todas las organizaciones de Derechos Humanos que operan en Venezuela. Hay, sí, una salvedad: las que el mismo estado financia. Parece que esas sí funcionan de acuerdo a los intereses de la Nación que, curiosamente, son los mismos intereses del gobierno.
Finales de noviembre, 2005. Se observa una irregularidad en el software de las máquinas de votación que permitió detectar a un observador toda una secuencia de votación, una manifestación contundente de la violación al derecho del voto secreto. El presidente del Consejo Electoral (a su vez hermano de la viceministro de asuntos exteriores para Europa y mejor amigo del psicópata que hace las veces de secretario de la alcaldía mayor quien, por cierto, en meses recientes decidió aparecer armado en otra alcaldía), decide suspender temporalmente el uso de unos inmensamente costosos sistemas de capta-huella. Dos días después, los partidos opositores se retiran de la contienda (cosa que casi ni se extraña demasiado, considerando lo patéticos que son), una desmesurada mayoría de ciudadanos decide no participar en las elecciones. El gobierno gana con aproximadamente un 10 o 15% del total de electores del país la totalidad de los curules de la Asamblea Nacional.
El secretario general del partido de gobierno se muestra muy complacido por el resultado: tiene la impresión que se trata de una asamblea ampliamente democrática, con una desmesurada diversidad de voces (¡Sic!)
Tres días después, los observadores de la Comunidad Europea y la OEA presentan un informe donde señalan la limpieza de las elecciones, pero lamentan ciertas razonables irregularidades del proceso. El teniente Coronel Chávez, presidente de la República, decide maldecirles. Decide concluir que ese informe de la Comunidad Económica Europea y la OEA sólo puede ser comprendido como un documento financiado por el gobierno Bush (¡Sic!)
No parece necesario recurrir a otros ejemplos. No parece necesario insistir demasiado que en estos (como en tantos otros acontecimientos públicos) se observa sistemáticamente un patrón análogo: la única malignidad puede y debe ser explicada por un enemigo. O dos enemigos que cambian el rostro continuamente: el opositor, el Imperialismo.
Lo dramático, lo desesperadamente dramático, es que esa equivalencia dentro de un mediocre sistema de poder caribeño, dentro de un episodio inocuo de la historia de la humanidad, infringe un daño moral a todo aquél que no esté interesado en apoyar el bacanal.
Esa equivalencia hace del ciudadano medio un conspirador artero, un emisario telequinético de los designios del imbécil de Bush, o de cualquier otro imbécil de turno.
Esa invención, naturalmente, es abusiva. Pero sobre todo: es falsa.
En mi caso, en el de muchos, no tengo ninguna dificultad en ver (y lamentar), la cantidad de opositores venezolanos que creen ver en el fatídico festín de la revolución bolivariana una contrariedad por el sólo hecho de no ajustarse a su propio sistema de prejuicios e intereses. No me cuesta reconocer que importantes medios de comunicación privados ajustan la realidad a sus propias visiones e intereses.
No tengo ninguna duda, (como bien apunta
Ceryle en un comentario del post anterior), que la supuesta preocupación de la administración Bush sobre Venezuela es poco más que el interés por cuidar el patrio trasero de sus negocios.
Sin embargo, la realidad no está en la obligación de ser ordenada y esquemática. Etiquetar toda disidencia de la locura megalománica del bolivarianismo, tal como lo hace el gobierno del teniente coronel Chávez, como un único paquete imperialista y terrorista constituye, a la larga, un gesto brutalmente violento de prejuicio y mala fe.
Venezuela es hoy un decreto. El país es hoy una emoción. Cualquier crítica, razonable o no, es idéntica. Cualquier reticencia es el equivalente de la traición.
El resultado es el mismo: la revolución inventa una versión de la realidad. Inventa una identidad. Quien cae en esa cuadrícula es, apenas, una fatalidad para los altos intereses de la Nación, o lo que es igual: para los elevados propósitos redencionistas de un hombre que nos regala el último militarismo del siglo XX.